A primeros de 2002, tuve lo que se puede considerar una crisis de identidad, o más bien la impresión de estar perdiendo el rumbo... Sí, estaba consiguiendo el éxito, el equipo funcionaba muy bien, los viajes eran menos necesarios, aunque todavía estaba fuera de Málaga de seis a ocho días al mes. Me gustaba mi trabajo, es más, me apasionaba... y lo mismo le pasaba a Yolanda, por las mañanas fuera de casa en la empresa de consultoría, y por las tardes, con su proyecto (más bien realidad) de asesoría y ayuda en el caso de menores maltratados en casa y en los colegios, que le quitaba buena parte de su tiempo libre.
Era un trabajo muy duro, sobre todo al principio, cuando era cuestión de buenos sentimientos, fuerza de voluntad, y capacidad de improvisación... Casi siempre, eran cosas sencillas de resolver, pero si hacía falta un especialista, le pasaba todo el expediente a Servicios Sociales, y allí es donde terminó encontrando su verdadera vocación, y su destino.
Le ofrecieron incorporarse al departamento, aprovechando una amplia-ción temporal de plantilla de tres meses, durante los cuales trabajaría por las mañanas en la elaboración de los dosieres, buscando informaciones complementarias y realizando en algunas ocasiones trabajo de campo; y por las tardes, de tres a cinco, un curso de formación y capacitación, para adquirir sobre todo los rudimentos de psicología y de atención especializada a los menores.
Se trataba de una apuesta muy fuerte, pues incluso en 2002 era muy complicado pedir una excedencia de tres meses en una empresa de cazatalentos, y por supuesto renunciar a su altísimo sueldo y a las comisiones por cada "adquisición"... Pasaron aquellos tres meses... y el Ayuntamiento de Málaga la animó a perseverar, pues en pocos meses se convocaría una plaza de promoción interna... Es cierto, al final requirió un poco más de tiempo, pero el diez de mayo le era adjudicada la plaza en propiedad, con lo que renunció oficialmente a la consultoría, y comenzó a dedicarse por completo a lo que la llenaba en realiad, el trato con los niños, con los adolecentes y sus familias. Pensando que le sería de utilidad, se apuntó a varios módulos complementarios y, lo que al principio no entendía demasiado bien era su repentino interés por las artes marciales, sobre todo el kárate, y se desplazaba al dojo tres tardes por semana...
En cuanto a mí, la reorganización de las tareas, la confianza depositada en el equipo, me otorgaba ciertas parcelas de libertad: seguía con mis clases de "kendo", y con la práctica diaria de esta disciplina, Kenji Watanabe pensó que ya podíamos pasar al nivel superior, y utilizar espadas reales, por supuesto, de prácticas, y sin filo. Tal vez no fuera el lugar más adecuado, pero desde comienzos de abril, en vez de entrenar en el auditorio, como veníamos haciendo desde el principio, optamos por trasladarnos a nuestro despacho... y con el buen tiempo de mediados de marzo, nos trasladamos al pabellón japonés en medio del jardín. Con los trajes de protección, y las máscaras especiales, era difícil no percatarse de nuestros entrenamientos, primero alguno de los huéspedes, cuya terraza daba al jardín, y luego, varios empleados... Nos enteramos de que se hacían pequeñas apuestas sobre el resultado de los combates de los viernes, y pensamos que podía ser por una buena causa. La única diferencia entre nosotros era el dorsal, rojo o verde, que llevábamos en la espalda.
De esa forma, nació el combate de los viernes, que todavía se mantiene en vigor... y el dinero de las apuestas, gane quien gane, lo destinamos a una ONG. En varias ocasiones hemos recibido luchadores invitados, procedentes de otros "dojos", y el nuestro, como no podía ser de otra manera, se llamaba "El Dojo Imperial", algunos de ellos incluso han salido en la prensa y en distintos medios, que no es muy habitual ver a dos directivos de alto nivel combatiendo de esa manera. Durante el verano, o bien adelantábamos la cita a las ocho de la mañana, o la trasladábamos al salón de conferencias...
Con el paso de los años, la relación entre Kenji Watanabe había ido cambiando, quizás no fuéramos "amigos" en el sentido estricto de la palabra, sino más bien, "complementarios", cada uno dentro de su campo, con sus especialidades, pero también con la certeza de la honradez y la profesionalidad del otro, y de su equipo. Nuestras respectivas mujeres se hicieron amigas, y no era de extrañar que se fueran de compras juntas... y curiosamente, Ayumi, siendo una reputada chef de comida japonesa tradicional, se volvía loca con la pasta italiana, sobre todo la lasaña casera de Yolanda, receta de su madre... Y a nuestro hijo Luis, a punto de cumplir cuatro años, le apasionaba el sushi, incluyendo el "pez globo", que por supuesto nunca se lo dimos a probar: era arenque noruego...
Pasaba casi todas las tardes en casa, salvo cuando me tocaba la guardia en el departamento (unas seis o siete veces al mes), y tenía ganas de aprender algo nuevo, algo distinto, y me compré un par de dvd´s de "thai chi", que ponía en el monitor de plasma del comedor. Me relajaba, y me sigue relajando mucho, pero lo más importante era que podía compartirlo con mi hijo, a quien encontré un par de semanas después sepultado por dos sillas, al ensayar uno de los movimientos detrás de la mesa... Es algo especial, y me sentí muy privilegiado, por compartir aquellas experiencias con Luis, quizás en el fondo era lo que más añoraba de mi padre: solo nos unía, y durante un tiempo, la música clásica, o las exposiciones, pero no eran cosas que yo desease hacer realmente...
No sé, me habría encantado practicar el senderismo con él, o que se hubiera comprado una bici, para montar juntos... Y viviendo a tan poca distancia del mar, enseguida nos acostumbramos a practicar una serie de actividades, desde volar cometas, hasta jugar al voley (no tardó mucho en ganarme, esa maldita coordinación), incluso nos atrevíamos con el "body board"... Pero me adelanto en el tiempo, a los cuatro años, bastante teníamos con volar las cometas, y el "thai chi".
También necesitaba mi propio tiempo, es cierto, para investigar argumentos de historias, de novelas, pues aquella era mi auténtica pasión, por mucho que me gustase mi trabajo. Y me metía en mi despacho de la planta baja, preparaba una batería de compactos en el tocadiscos, y empezaba a escribir... Yo creo que mi hijo estaba atravesando por esa etapa de fascinación por el padre, y aunque a veces podía ser un poco plasta, sobre todo cuando necesito estar solo un rato... Pero cada vez que se abre la puerta de mi despacho, con ese pequeño chirrido tan especial, sé dónde puedo encontrarle: tumbado sobre la alfombra, a los pies de mi mesa, y con un par de tebeos y un paquete de galletas al alcance de la mano...
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