lunes, 11 de julio de 2011

73: “Volando voy, volando vengo”

         Aunque no se trata, ni mucho menos, de mi estilo favorito, no podía quitarme esa canción de la cabeza… si fuera el vuelo directo desde Madrid, habríamos tardado unas diecisiete horas en llegar a nuestro destino, pero como justamente el aeropuerto de Málaga se había convertido en una escala en los vuelos especiales, duraría casi dos horas menos… Mientras esperaba a que se apagasen los indicativos luminosos, repasé las cosas que podía hacer en el avión, al mismo tiempo que daba las gracias a los contables de la corporación por considerarme lo bastante importante para la empresa y reservarme billetes en clase preferente… con derecho a ventanilla… Además de leer y estudiar gramática, podía ver las películas que pusieran, escuchar la radio, mi mp4, y tal vez trabar una conversación con mi compañero de fila a todas luces un ejecutivo japonés… siempre y cuando surgiera el momento adecuado, pues de mi trato con Ayako Wada y Kenji Watanabe, y con otros japoneses de la corporación Satori Fujita,  comprendí que si un occidental le dirigía la palabra a un japonés sin ser invitado a ello, podía considerarse como una falta de respeto. Por lo tanto, me puse a observar a los demás pasajeros de primera clase: poco más del veinte por ciento eran occidentales… El avión era muy cómodo, un “Boeing 747” de la compañía “Iberia”, y estaba bien acondicionado para este tipo de vuelos transcontinentales. En mis posteriores paseos por el aparato, pude comprobar que la proporción se respetaba en segunda clase…



 Por fin se apagaron las señales luminosas, y mientras preparaba mi movimiento de apertura para dirigirme a mi vecino en un correcto japonés y preguntarle si me permitía ir al baño (aunque había espacio de sobra para hacerlo sin preguntarle, no estaría bien visto), él se levantó dirigiéndose al mismo lugar. Aproveché el momento para realizar mis necesidades en el incomodísimo aseo de segunda clase, pensando que a mi regreso tendría compañía, pero no fue así: el asiento estaba vacío, y así permaneció las primeras horas del viaje… por lo que pude leer, estudiar algo de gramática, y recordar lo que me habían contado sobre mi función en el organigrama de la empresa durante aquellos tres meses: impregnarme de cultura empresarial japonesa, mejorar mis herramientas comunicativas, exponer las tácticas y estrategias que estaban dando un resultado tan bueno en nuestros hoteles españoles, y participar en las reuniones con otros delegados de la corporación en los distintos países, sobre todo europeos. Viviría en un hotel de nuestra cadena, en las afueras de la ciudad, asistiría a diversas reuniones y seminarios, aunque dispondría de los fines de semana para relajarme y hacer algo de turismo.



Uno de los aspectos que más valoraba era la presencia de Ayako Wada entre los delegados, puesto que me unía a ella una fuerte carga afectiva: no en vano se encargó de enseñarme los rudimentos del idioma y de la cultura japonesa, y nuestra despedida fue bastante precipitada, ya que me comunicaron su traslado dentro de la misma semana… Me apetecía que, si era posible, su marido y ella me enseñaran su ciudad, y de paso, conocerle a él, puesto que las video-conferencias no te permiten hacerte una idea de cómo es una persona… por lo que en verdad no conocía a Toshihiro Yamamoto…



Cuando por fin anunciaron la comida, mi compañero de viaje se sentó a mi lado, saliendo de lo que parecía ser la cabina del piloto. De manera muy cordial, se dirigió a mí en perfecto castellano, disculpándose por haber tenido que ausentarse tanto tiempo. Interpretando correctamente mi mirada de sorpresa, se limitó a señalar la portada de mi libro de lectura, escrita en español… Acto seguido, me tendió la mano, presentándose como Matsumoto Ishinasi, agente comercial de una empresa de computadores, pero sin dar detalles, lo que se correspondía perfectamente con la idiosincrasia y el secretismo empresarial de los japoneses.



Yo pedí “sushi”, y me sorprendieron gratamente la frescura y la calidad del menú, y después me enteré de que lo habían embarcado directamente en Málaga, tal vez en alguno de los restaurantes de nuestros proveedores, y lo mismo hizo mi compañero de asiento. La azafata pasó varias veces por nuestra zona, ofreciéndonos una copita de sake, algo a lo que no pude negarme, aunque el sabor no me agradaba demasiado.



Tras haber disfrutado de una comida bastante agradable, me fui a lavar los dientes… y al regresar, comprobé que mi compañero se había ausentado nuevamente, por lo que me enfrasqué en la lectura de mi novela. Igual me quedé traspuesto, pero cuando miré el reloj, comprobé que mi vecino estaba de nuevo a mi lado, mirando con curiosidad mis libros de gramática, que había metido en el bolsillo del asiento delantero. “¿Estudia usted japonés?”, me preguntó el señor Matsumoto; cosa que yo le confirmé: “Sí, desde hace varios años, en cumplimiento de las directrices marcadas por mi empresa…“¿Y no le ha parecido complicado, una lengua tan distinta de la suya?”, fue su respuesta… “Al principio, me parecía casi imposible, pero tuve la fortuna de tener a dos grandes profesores, y de recibir un buen entrenamiento suplementario en otras disciplinas… Además de hablar otros cuatro idiomas, lo que implica un cierto grado de facilidad para el estudio…” En aquél momento, se formuló la pregunta que llevaba un cierto tiempo temiendo: “¿Le importa que hablemos en japonés un par de horas? Supongo que a usted le vendrá bien una prueba de fuego antes de la llegada a Hiroshima, y para mí sería un verdadero placer recordar mi idioma, y contarle cosas sobre mi ciudad natal…”



En aquél momento, el famoso genio de Aladino emergió desde mi subconsciente, diciendo “!Peligro, peligro, peligro¡”, puesto no le había comentado que mi destino fuera Hiroshima, y el avión seguiría su viaje hasta otras dos ciudades antes de terminar… Recordé también la necesidad de ser prudente al hablar con extraños, puesto que lo que en España se puede considerar un comentario sin importancia, según la mentalidad empresarial japonesa se convertiría en una falta muy grave, incluso una vulneración de la confidencialidad… Por eso,  y con el mayor cuidado, me dispuse a disfrutar con la conversación, pero sin hablar de temas confidenciales: ni el nombre de la empresa (solo “la corporación”), ni mi función exacta dentro de la misma (el departamento de comunicación), ni mucho menos los nombres de mis superiores, o el objeto real de mi viaje o el tiempo de permanencia en Japón… Esto nos dejaba pocos temas: la familia, algunos detalles sobre el trabajo, la hermosura de Málaga, nuestro segundo embarazo, las máximas de Sun Tzu y de Hagakure, y en todo caso, los combates de Kendo como hobby…



Y cada vez que mi acompañante trataba de derivar la conversación a otras materias, yo le preguntaba por la ciudad, en la que estaría “algunas semanas”, por su historia, los mejores lugares para comer o cenar auténtica comida japonesa, y los gestos o expresiones que podían causar rechazo a mis anfitriones (como el contacto físico excesivo)… También pude comprobar que él se evadía de todos los asuntos comerciales o confidenciales con maestría, con algunas rondas rápidas de preguntas, o tratando temas de cultura general japonesa, como los grandes maestros del cine, o la importancia de Yukio Mishima y de otros grandes escritores…



A medida que iba pasando el tiempo, me sentía más cómodo con el idioma, la conversación, los datos que Matsumoto Ishinasi  me proporcionaba sobre la ciudad… En varias ocasiones pedimos botellas de agua fría, y tras cuatro horas de amena charla, optamos por intentar dormir, pues ya habíamos cruzado el ecuador del viaje…



Cinco horas más tarde, nos despertó la misma azafata de fascinantes ojos violeta, para ofrecernos el desayuno, totalmente occidental, y con un café de sorprendente calidad, y un vaso de zumo de naranja recién hecho y unas fantásticas tostadas, en las que no faltaba ni siquiera el “pringue” de tomate machacado, ni el aceite de oliva…

Comimos en silencio, otro de los requisitos de cortesía de la cultura japonesa, y luego pasamos un rato agradable, hablando siempre en japonés, de aquellos platos de gastronomía que debería evitar al principio, como el famoso pez globo, y sobre el trato a las mujeres tanto dentro como fuera de la empresa, de los límites que establece la decencia (“!Peligro, peligro¡”), y algunos consejos sobre el trato con los superiores y los inferiores…



Finalmente, anunciaron el inmi-nente descenso hacia el aeropuerto de Hiroshima,  y pude comprobar, tal y como yo suponía, que el señor “Matsumoto Ishinasi” continuaba el viaje… No sin antes decirme: “Felicidades, señor Ismael… Ha superado usted con nota el examen de capacitación empresarial: ha sido discreto sobre su empresa, su función en la misma, los motivos y duración de su viaje, en todo momento ha demostrado un buen conocimiento de la lengua y la cultura japonesa. No dude usted que el informe para sus jefes será positivo… Por cierto… ¿Cuándo empezó usted a sospechar?” Y yo le respondí con una sola palabra: “Hiroshima”… Y me despedí de él con un fuerte apretón de manos de lo más occidental… y una reverencia, de las que se realizan solamente entre iguales…



Un chófer me esperaba una vez superado el control de aduanas, y me llevó directamente al Hotel Imperial de Hiroshima. En la recepción me esperaba Ayako Wada, tan hermosa como siempre, a quien saludé con una reverencia. Ella me dio la bienvenida con una pequeña copa de sake, se interesó por el viaje y me comunicó que me alojaría en la habitación seiscientos veintiséis. Me acompañó a los ascensores, mientras que uno de los mozos nos acompañaba llevando las maletas… La habitación era espaciosa, cómoda, y gozaba de buenas vistas sobre la ciudad. “El señor “Hatori Hanzo” le transmite sus mejores deseos por su feliz llegada al país, y le espera dentro de dos horas en su despacho del ático. Le aconsejo que intente descansar un poco, yo vendré a recogerle a la hora señalada, las doce de la mañana según la hora local…” Con una leve reverencia, salió de la habitación, y me quedé solo. Cambié la hora del reloj de pulsera, el despertador y el móvil, dejé preparado el traje de chaqueta, la camisa, zapatos y demás parafernalia, y tras mandarle un mensaje a Yolanda por el teléfono encriptado, me sumí en el sueño durante una hora, dispuesto a comenzar el primer día de la mejor manera posible…



Me desperté muy desorientado, cuando “El Aullador” (el único despertador capaz de hacerme levantar de la cama, sobre todo porque lo pongo lejos de la mesilla de noche) lanzó al viento su sirena, y me fui directamente al cuarto de baño, para afeitarme a conciencia, darme una buena ducha de agua helada, que al menos me ayudó a quitarme de encima parte del cansancio y, tras revisar a conciencia el traje (benditas maletas grandes, donde no se arruga la ropa), consideré que ya estaba listo para la entrevista con “Hatori Hanzo”…



A las doce menos diez, mi colega Ayako Wada (o quizás fuera ya mi superior, al encargarse de las relaciones con España y América Latina) llamó a la puerta de la habitación. Se había retocado el maquillaje, y vestía muy elegante con un traje de chaqueta mil rayas de color gris. En el ascensor, me ajustó el nudo de la corbata, y yo aproveché para felicitarla por su matrimonio y su maternidad, puesto que era consciente de que igual pasaría mucho tiempo hasta que tuviéramos ocasión de volver a estar juntos, y que la etiqueta no permitía cierto tipo de conversaciones… Ella me dio las gracias, me felicitó también por el reciente embarazo de Yolanda y me besó fugazmente en la mejilla… asegurándose después de no haber dejado huellas de carmín…

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