Con la diferencia de horario, yo estaba hecho un auténtico lío, la única certeza era que llevaba diecisiete horas de vuelo, y mi cuerpo entero, sin importar que en mi ciudad fuera de día o de noche, necesitaba con urgencia una buena ducha, una siesta y un cambio de ropa, que el uno de julio de 2003 fue uno de los días más calurosos en Málaga… y yo iba con traje de chaqueta y camisa de manga larga…
Tuve que abrir el baúl donde guardaba la armadura, que por supuesto estaba perfectamente ubicada en sus soportes, algo que ya suponía, y certificar que era moderna, fabricada “casi” a medida… y que no tenía ningún uso, al margen del deportivo… Los demás artículos de regalo no fueron un problema, ni siquiera las agujas de acupuntura, o los abanicos lastrados, en verdad una curiosa mezcla de arma blanca y objeto decorativo… Aunque llevaba tanto tiempo hablando y pensando en japonés, que no pude evitar despedirme con un educado “Sayonara”… de los agentes de la Guardia Civil…
No esperaba un comité de bienvenida, ni mucho menos… pero allí estaban todos: Julián y Catalina, Borja y David… y, en el centro de ellos, la futura mamá más hermosa del mundo, Yolanda… sujetando de la mano un pequeño terremoto: mi hijo Luis… que salió disparado como un proyectil hasta mis brazos, sorteando el carro con las maletas y el baúl… Esa fue la señal para todos los demás, y me vi envuelto en medio de un mar de besos, brazos y para bienes… Borja y David se hicieron cargo del equipaje, Julián y Catalina cogieron a Luis… y yo, mortalmente cansado, me fui caminando hasta Yolanda… y después de mirarla un par de minutos, para memorizar todos los detalles de su cuerpo y de su alma, pues era mi regreso al hogar…
Primero la besé en el cuello… Luego, en los labios… Y el mundo desapareció… Ya no recordaba que fuera tan difícil besar a una mujer embarazada, ni que su cuerpo cambiase tanto… menos mal que ya teníamos práctica con Luis: lo más cómodo es dejar que le abrace ella de la manera que le resulte más cómoda, en nuestro caso, por el lado izquierdo… La añoraba, a ella y a nuestro hijo, más que a cualquier persona en el mundo… Pero ya estaba de vuelta en casa…
Colocamos todo el equipaje en el monovolumen, y nos pusimos en marcha, hacia Benalmádena, llegamos a casa a las once y media de la mañana… y me parecía extrañísimo volver al hogar, porque durante tres meses, mi universo se había reducido a las cuatro paredes de una habitación de hotel, y otros lugares de trabajo… Pero nada, salvo los libros que me había ido comprando cada semana, y las fotos familiares que colgué en un tablero de corcho que me prestaron, no tenía puntos de contacto con la realidad exterior… y eso me hizo comprender mejor algunos de los problemas de falta de referencias que padecían los agentes comerciales o los viajeros profesionales, temas que trataría en la primera reunión que tendría con Kenji Watanabe, aquella misma tarde: me llegó un mensaje suyo al móvil, le llamé, y quedamos a las ocho, en mi casa, “no me parece justo hacerte venir hasta el Hotel después de un viaje tan largo, pero creo que sería bueno para los dos… aunque luego tengas unos días libres, para disfrutar de tu familia… Y de paso veo a tu hijo Luis, que está creciendo muchísimo…”
¿Y qué podía hacer, salvo aceptar? Sobre todo cuando sabía muy bien que Kenji Watanabe llevaba tres meses llevando el peso de nuestros dos trabajos, por lo que su nivel de cansancio sería muy elevado… Una vez en casa, lo que más necesitaba era una larga y relajante ducha y ponerme ropa cómoda, sobre todo quitarme los zapatos y sentir de nuevo la fuerza del suelo de madera, de la tierra que estaba debajo… Es una manía que me ha pegado Agustina Golden García, me temo… Mientras “los jóvenes” se encargaban de preparar y servir algunos aperitivos, yo me “recompuse” lo mejor posible, y bajé al jardín, donde habían preparado un refrigerio debajo del toldo… Comí algo, me bebí una cerveza sin alcohol, estuve con la familia, y hablé con mi madre, quien me planteó las preguntas de siempre “¿Has comido bien? ¿Has descansado lo suficiente? ¿Y tu úlcera, qué tal? ¿Es cierto que son muy serios?”, y procuré que mi suegra estuviera cerca, para ahorrarme contar dos veces las mismas cosas… Mi hermana, que estaba excavando unos enterramientos paleolíticos en los Jardines de Sabatini, ni se había enterado… Pero a la una de la tarde, me despedí de todos ellos, “si no os importa, los regalos os los entrego otro día, mañana o pasado, porque me muero de sueño… y luego tengo que trabajar…” Me libré, eso sí, de la inmersión en la piscina, una especie de bautizo de regreso que mis queridos cuñados estaban preparando desde hace algún tiempo, y me escapé a nuestro dormitorio… Era una mañana tranquila, el tiempo era fresco, me lavé los dientes, puse el despertador a las siete de la tarde, corrí las cortinas, me puse el bóxer de la suerte (el de la rana Gustavo), y cerré los ojos…
Unos minutos más tarde, escuché que se abría la puerta de nuestro dormitorio, y que alguien me daba un beso en los labios, muy suavemente… Era Yolanda, había regresado a casa… “¿Qué haces?”, le pregunté, al ver que se sentaba en el sillón de orejas, junto a la ventana… “Verte dormir… Que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvimos juntos… y esta tarde, o mañana, hablaremos de otras cosas…” Y con esa certeza, el estar de nuevo en casa, tener la familia cerca, los amigos, y por encima de todo, mi mujer, me dormí… Abrí los ojos un par de veces, ella seguía sentada en el sillón, leyendo uno de mis libros… alzó la vista, me sonrió, y me dijo, muy bajito, “Duerme…”, al mismo tiempo que señalaba un punto detrás de mí, sobre la cama: allí estaba Luis, nuestro cachorro… recuperando la vieja tradición de la siesta…
Cuando me desperté de nuevo a las siete de la tarde, Yolanda también estaba dormida a mi lado… mi mundo entero, en un cuadrado de dos por dos…
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