domingo, 13 de mayo de 2012

9. Tres días de agosto.

No me gusta hacer apuestas, ni sobre el resultado de una carrera de coches, la nota de los exámenes parciales o finales, el número de personas que se van a quedar mirando un accidente de tráfico, ni siquiera sobre el color del siguiente coche que pase por delante del aula... Por eso, no habría apostado ni siquiera por mí mismo, cuando vi por primera vez a Yolanda García Montes, la amiga de Esther, durante mi tercer viaje a Málaga... Era el mes de agosto de 1993, el día nueve para más señas, llevaba un par de días durmiendo en casa de Esther y de su novio, y también de su gigantesco perro de color blanco, cuando ella me preguntó si me importaba que fuéramos a Benalmádena, y pasásemos la mañana, y quizás la tarde, con una de sus mejores amigas, que tenía ganas de conocerme...

Intrigado, pero sin intuir lo que podía pasar, ni hasta qué punto ella cambiaría mi vida, acepté... Fuimos en autobús, los dos solos, puesto que su novio (Marcial Gómez Ramírez) tenía que trabajar aquella mañana, en el bar, preparando y sirviendo los mismos churros maravillosos que luego compartíamos en la mesa de su pequeño comeñor... Es curiosa la manera en que las personas cambian al independizarse... Mientras estuvo con su familia, Esther era una chica bastante recatada y tranquila; pero al convivir con su chico... se soltó un poco la melena,  aunque seguía manteniendo una relación aceptable con sus padres...

Once de la mañana... El autobús nos ha dejado muy cerca de la casa de Yolanda García Montes, a quien yo no conocía ni por fotos, con la vaga referencia de que me iba a “gustar”…

Era un conjunto de pisos, con jardín y piscina privada, en primera línea de playa de Benalmádena... Entramos por la puerta principal directamente a la pradera, y veo los ojos marrones más intensos de toda mi vida, además de una melena corta por los hombros, una carita hermosa con unos preciosos hoyuelos... y unos labios que me moría por besar casi desde el primer momento... Llevaba un bañador verde que realzaba su cintura, sus brazos y piernas estaban muy bronceados y bien torneados... No sé, mientras nos acercábamos a ella, me parecía imposible que fuera la famosa Yolanda, una de las mejores amigas de Esther... puesto que tenía todo el aspecto de ser un espejismo, la materialización del más hermoso de mis sueños, y no me atrevía a moverme…

Pero, evidentemente, era ella... Yo me quedé sin palabras... Si por Claudia, con el paso del tiempo, había desarrollado una fascinación absoluta… para enamorarme de Yolanda me bastaron treinta segundos, el tiempo que tardó en darme un beso en la mejilla...

Electricidad, hormigueo, mariposas en el estómago, no sé, cualquier cosa buena que te puedas imaginar, la sentí en aquellos momentos... y con cada minúsculo soplo de viento que hacía ondear su pelo... y me traía el eco de su perfume de “Vittorio y Lucchino”… Mientras que yo, con mis mejores galas de urbanita madrileño, incluyendo bermuda, camiseta blanca y deportivas (además de la inevitable mochila con la toalla, la botella de agua y la crema bronceadora) no podía hacer otra cosa, aparte de mirarla... y ella dijo: “Muy hablador, tu amigo Ismael… ¿Será que le ha comido la lengua el gato?

¿Cuántas posibilidades tiene un madrileño, super tímido, de encontrarse tumbado como un pachá entre dos hermosas adolescentes, en una piscina privada, y dejarse acariciar por el sol y el viento... mientras con la mirada (y amparado por las gafas de sol, el mejor truco de los tímidos desde que las patentó más o menos James Dean) puede recorrer montes y valles desconocidos? Maticemos: los chicos nos fijamos en todo, igual que las chicas, pero somos menos discretos... Quizás me sentía protegido por mi condición de universitario, por haber terminado mi "Escuela de Prácticas de Periodismo" en el ABC, o por mi culturilla general (en buena parte inculcada por mi padre) y mi afición a la literatura... Por primera vez en muchísimo tiempo, me sentía seguro de mí mismo… esa extraña sensación... que apenas  conocemos los tímidos...

Pero aquella mañana, aunque ahora no recuerdo bien de qué hablamos, cambió mi vida, desde lo más profundo de mi ser... Pigmalión, pero sin tantas clases de pronunciación, saber estar, y sobre todo, se trataba de cambiar mi mente: el "ni de coña" por el "¿y por qué no?"...

Después de haraganear un poco al sol, nos metimos en la piscina, el agua estaba muy fresca, y pasamos un rato jugando con una pequeña pelota, volvimos a las toallas, pero esta vez, moví la mía, para estar más cerca de ella... Y poder mirarla, sin dejarme el cuello en la misión... Quizás fuera lo mismo que sintió Claudia, cuando la dejé sola casi toda la tarde, para estar hablando con Esther en1988; y tal vez por eso, casi todas las veces que yo miraba a la tercera en discordia (Yolanda), me sonreía Esther...

Aviso a las sirenas y a los besugos: a veces, no es la mejor idea el irte a la piscina con dos mujeres-adolescentes-chicas hermosas... sobre todo porque el "alien" que anida en nuestro bañador tiene la manía de despertarse en los momentos más inoportunos... No se trata de que tengamos súbitos ataques de calor, o que nos interese mucho contemplar las hojitas de hierba, la danza de las hormigas negras en la hierba, o tomar el sol en la nuca... es más posible que el bañador que hemos escogido sea demasiado ceñido

Esther y yo nos quedamos a comer en el piso de Yolanda; y sus padres  Julián García Fernández y Catalina Montes Claros, nos invitaron a degustar el típico menú veraniego: filete con patas fritas y ensalada, un gazpacho “bien migao” y helado de chocolate como postre, aunque si me hubieran dado mofeta guisada con pimientos de Padrón, no me habría enterado…

 Fue una buena ocasión de conocer al clan entero: sus hermanos pequeños David y Borja y su abuela Clotilde. Yolanda había aprobado la selectividad con nota muy alta (de las más elevadas de la autonomía), y llevaba dos años estudiando arquitectura, movida por su padre (un promotor inmobiliario de prestigio). Su madre, Catalina, trabajaba en una gestoría, buscando y tramitando subvenciones para nuevos empresarios; y sus hermanos, todavía eran muy jóvenes para esas cosas, aunque su pasión era el baloncesto... lo que no era de extrañar, puesto que Borja, a sus dieciocho años, medía un metro noventa, y David, cinco años más joven, rebasaba el metro ochenta.

 Doña Clotilde había sido costurera, agricultora y unas cuantas cosas más en el pueblo de Manilva, pero llevaba diez años viviendo en Málaga, desde la muerte de Agustín, su marido…

Hablamos un poco de todo en aquella primera toma de contacto, Esther me defendió "a capa y espada", sobre todo porque los dos hermanos estaban locos por ella y me veían como un rival… Lo que no impidió un interrogatorio bastante cerrado de David y Borja sobre mis "intenciones con su hermana", cuando salimos a la terraza para fumar un cigarrillo: todavía me intriga que dos chavales se dieran cuenta de algo que ni yo mismo tenía seguro... pues de todas formas, la acababa de conocer...

Aquella noche, tardé horas en dormirme: todavía recordaba el olor de su piel después del baño, el brillo de sus ojos, la belleza de su sonrisa, esa forma tan peculiar de recogerse un mechón de pelo detrás de la oreja, y la paz que encontraba a su lado... Yolanda... Terminé abusando de la hospitalidad de Esther, o mejor dicho, de su nevera, bebiéndome medio litro de leche muy fría con “Cola-Cao”, y devorando un paquete de "Príncipe"... Me volví a la cama con las primeras luces del alba...

Aquella mañana me desperté muy tarde, de todas formas, Yolanda no estaba libre hasta después de comer (que en Málaga hacía un calor de muerte... y siguen sin ponerse de acuerdo sobre si fue mayor o menor que la sofoquina de 1808), y me fui a la playa con Esther... Estaba muerto de cansancio; ella parecía algo triste, y al cabo de un rato tomando el sol, surgió el tema...

“¿Te has enamorado de ella, verdad?”, me preguntó...

“¿De quién? ¿De Yolanda? ¡Qué va!”... pero no lo decía en serio...

 “No me mientas, Ismael, que llevamos mucho tiempo como amigos, y no hace falta que disimules...”, me dijo, con esa sonrisa pícara que tanto me gustaba…

 “¿Tienes celos, Esther?”, le pregunté, encendiendo un cigarrillo...

 “No lo sé... No me gustan las relaciones a distancia, creo que son muy complicadas, y quizás por eso llevamos tanto tiempo, más de tres años, siendo solamente amigos, a pesar de tus viajes, y de mi estancia en casa de tus padres las navidades pasadas”...

 Cerró los ojos, se quedó en silencio,  yo me quedé tumbado a su vera, y creí que se había dormido... Cuando de repente me miró, con sus hermosos ojos verdes, diciéndome: "Ismael… Ella es una buena persona... Una de mis mejores amigas, y ya has conocido a sus caballeros andantes… Más te vale cuidarla..."

Quizás fuera por la falta de experiencia en las lides del amor (la mía era casi inexistente, al margen de la amistad y de los amores imposibles y de algunos que no estaba dispuesto a confesar ante una dama), o que yo no consideraba la posibilidad de interesar a alguien por mi físico (nunca me he tomado en serio, hasta que no comprobé que mi cuerpo y mi mente respondían a los entrenamientos de Kenji Watanabe), mis ideas y mis sueños… Por eso, las palabras de Esther me dejaron intrigado y pensativo... ¿Podría haberme enamorado de ella cuando nos conocimos en Madrid, si aquella fascinación del primer momento no hubiera derivado en amistad? ¿Y ella, acaso había sentido algo por mí, o mi rol era el de ese "hermano mayor" que nunca tuvo?

 Volvimos a casa un pelín chamuscados por el sol, nos duchamos, preparé algo de pasta para comer, y nos acostamos los dos en su cama de matrimonio, pues “Gladiator”, su Husky blanco, había tomado el sofá cama al asalto… Yo estuve mirándola un buen rato mientras dormía: era la típica situación que solo compartes con un buen amigo, dormir con una enorme camiseta (del “Unicaja”, cómo no), y con un tanga rojo como única ropa interior… Primero se durmió mirando hacia la ventana, con la camiseta cubriendo todo lo que podía su hermoso cuerpo… Pero luego, se giró hacia mí… y fue entonces, al verla tan hermosa y relajada, cuando por segunda vez en toda nuestra relación, lamenté haber sido una especie de hermano mayor… y nada más… Un ventilador de techo removía el tibio aire de la habitación, y ella parecía tan vulnerable, y tan pequeña, que no pude evitar besarla en la mejilla, antes de sumirme, yo también, en el sueño…

Hacía mucho calor, aquella tarde del diez de agosto, poco antes de la Feria... La Calle Larios, con sus mejores galas, llena de farolillos, terrazas y veladores, saludaba a la noche… Había mucha gente bien vestida, otros ya estaban probándose la ropa para la feria, y yo, con mis vaqueros negros, la camisa blanca... y los náuticos, me sentía un poco fuera de lugar… Anque no empezase oficialmente hasta el día catorce, Málaga es una ciudad que se vuelca por completo en su fiesta más emblemática, sin contar el recogimiento y la tradición de su Semana Santa, que ya había conocido en mi segundo viaje... Quizás, yo pensaba en estar a solas con Yolanda, acaparar su atención, hablar un rato, conocernos mejor, sobre todo disfrutar a su lado...

No pudo ser: aunque ella estaba muy guapa, con su pantalón de pinzas azul oscuro, su blusa de faralaes y sus zapatos de tacón bajo (aunque parezca ridículo, me resultaba un poco raro verla con tanta ropa, habiéndonos conocido en bañador) pasamos la noche en medio de una caterva de amigos, de la que formaban parte Esther y Marcial (quien nos había despertado de la siesta a las siete de la tarde, “con un chorrito de agua de la nevera, que tensa la piel”)... Del grupo, formado por unas doce o catorce personas, no recuerdo un solo nombre, tres chicas más, y el resto, gorilas fiesteros de todos los calibres... Pescaíto, vino fino, más pescaíto, incluso unos cucuruchos de helado en un puesto callejero... y más vino fino (demasiado, no volví a tomarlo en una larga temporada)… Tal vez, si hubiéramos ido a una taberna, habría alternado un poco más con la gente, pero no hice otra cosa que mantenerme cerca de ella en los desplazamientos, beber lo mínimo (nunca me ha sentado bien el vino), y comer... el mejor quitapenas que existe son las “pijotas”, y el “bienmesabe”, palabra de explorador…

Un par de veces, Yolanda me cogió la mano... y con aquél gesto, hizo que me olvidase de todo... Quedamos en vernos a la mañana siguiente a las doce en la “Casa Aranda” (ya sabes, en la calle Herrería del Rey), para un desayuno tardío... Una vez más, me costaba dormir, a pesar del cansancio, pues faltaban pocos minutos para las cuatro de la madrugada cuando llegué a casa... aunque tuve compañía en la cocina: “Gladiator” y yo compartimos leche y galletas, y quizás, algo de tristeza, por las esperanzas que no se habían cumplido aquella noche... la última de mi estancia en Málaga…

Once de agosto de 1993, pasan unos minutos del mediodía, y llevo un par de horas despierto... Después de cerrar la maleta, me he pasado por la librería “Luces”, uno de mis libros favoritos para Yolanda: "Ilusiones", de Richard Bach... Y en la “Moderna Pastelería Ortiz”, un regalo de despedida para Esther (con lo golosa que era, nada mejor que una caja de bombones, que escondí en su nevera antes de mi cita)…

  Estoy nervioso, con una camiseta de “Mecano” recuerdo del último concierto en “Las Ventas, mis vaqueros, las sandalias de cuero... Yolanda vino diez minutos tarde... pero estaba tan hermosa, que la habría esperado mucho más tiempo... Llevaba unas sandalias tipo "Cleopatra" (como las de mi profesora...), y un vestido ibicenco blanco de algodón que se ajustaba como una segunda piel... El tono cobrizo de sus brazos y de sus piernas me hacía envidiar los rayos de sol que la habían acariciado con tanto cariño, y la brisa que había alborotado sus cabellos... Por tercera vez, Yolanda me dejó sin palabras, no había forma de esconderse de sus ojos, ni de aquella débil aura que la envolvía... aunque más tarde comprobé que había una claraboya, por la que se filtraban algunos rayos de sol…

El mundo entero se había detenido y comprimido, la Realidad se esfumaba a grandes pasos, y no me habría extrañado que se escuchase la voz de Frank Sinatra, cantando “My way” o “Strangers in the Night”… Tan solo existíamos nosotros, con nuestros cuerpos enmarcando una diminuta mesa redonda de tapa de mármol… que no tenía grabada ninguna extraña inscripción, como en “La Colmena”, de Camilo José Cela.

Dos cafés con leche templada, dos zumos de naranja, dos cruasanes a la plancha, y dos horas a solas con ella... ¿Acaso era posible pedir más? En aquél momento, no se me ocurría nada inteligente que decir, no tenía casi hambre, era suficiente estar con Yolanda, verla diseccionar el croissant, presenciar el mágico ritual de la transubstanciación, por el que los simples alimentos se convertían en parte de su hermoso ser de luz... de su corazón y de su alma… Todavía se ríe cuando le explico que no existía nadie más que ella en todo el mundo… ni entonces, ni ahora…

Le dejé tomar la iniciativa, y por fin, comenzamos a hablar... De sus estudios, que no le entusiasmaban, pero que había comenzado casi por imperativo familiar... de las asignaturas que los dos debíamos recuperar, de los escritores que me gustaban (“¿me presentarás alguno, verdad?”, aquél fue nuestro primer nexo de unión), de la música (coincidíamos en “Pink Floyd”, “Dire Straits”, “Depeche Mode”, “Mecano”… y “Wham”, pero ella no soportaba “Hombres G” ni “Los Inhumanos”)... Tenía la impresión de estar despidiéndome de ella, de que no habría mucho que hacer para mantener el contacto... y por supuesto, que no probaría el sabor de sus labios...

Ya eran casi las dos de la tarde, no me quedaba más remedio que ponerme en marcha, puesto que mi avión salía a las cinco... Y me atreví a hacer dos cosas muy importantes: le pedí a un camarero que nos hiciera un par de fotos a los dos.... y le di mi tarjeta de visita...

“Tengo algo para ti, Yolanda”... le dije, al mismo tiempo que le daba el libro... Siempre me ha gustado de ella el que no puede esperar a la hora de abrir un regalo: el papel termina siempre igual de triturado que si se lo hubiera comido “Gladiator”… Esa cara de felicidad que se le pone cuando llego a casa con cualquier tontería, para ella o para los niños, o nuestros galgos consentidos, “Dartacán” y “Porthos”… También es cierto que se le sigue dando muy mal esconder un regalo: la delata un pequeño tic en el ojo derecho…

¡"Ilusiones"! ¡Muchas gracias, Ismael! Tenía pensado comprarlo, después de lo que me dijiste el otro día”, me respondió, sonriendo... Se quedó unos segundos pensativa, quizás dándose cuenta de que tenía las manos vacías… hasta que se le iluminó la cara, y me dijo: “Yo también tengo algo que darte, para que me recuerdes…”.

Fue entonces cuando se levantó de la silla, se inclinó sobre mí, y me besó en los labios el tiempo suficiente para que surgieran los típicos comentarios entre algunos parroquianos... Y yo me puse “colorao”... aunque el moreno ayudó algo a disimular mis sentimientos... Sin saberlo, me había dado el mejor regalo de toda mi vida…

Me cogió la mano al salir de la cafetería... Y fuimos abriéndonos paso entre la gente... hasta que nuestros caminos se separaron… con otro beso en los labios… Caminar con una mujer hermosa a tu lado, sentir que tu corazón se va calentando muy despacio, volver la mirada, y comprobar, una vez más, que no es un sueño del que me pueda despertar bruscamente…  Nos despedimos con dos besos, esta vez en las mejillas, por eso de las apariencias, y la promesa de escribirnos… Yolanda me dejó cerca de la casa de Esther, pues tenía que hacer algunas compras, y yo la vi marchar, alejarse muy despacio, con el sol haciendo brillar su hermosa melena… y su cuerpo cimbreándose entre dos luces: la razón, y el deseo…

Nunca he sido muy religioso, pero debo reconocer que aquella mañana, recé, haciendo un par de promesas, si conseguía mantener aquella amistad, que recién nacida, ya se había encaramado por las escalerillas de la confianza, de las cosas compartidas, de algunos sueños en común… y de las esperanzas de baratillo, que hacen soñar...

Otras muchas experiencias similares me habían enseñado que en las despedidas siempre hacemos promesas tontas, que no pensamos cumplir… Y que es tan sencillo olvidarse de una persona, cuando ya no la tienes delante; incluso hacer daño sin querer… Todavía no estaba enamorado de Yolanda, al menos, no tanto como lo estaría en 1995, y mucho menos que ahora… ni ella de mí… pero en aquél momento…. Las cosas “pintaban bien”…

Esther me estaba esperando para tomar un café  juntos, cuando llegué a casa y pude ver que ya había descubierto los bombones, le di el regalo de “Gladiator” (un enorme hueso de ternera)… y se había puesto unos pantalones pirata que rompían con la intimidad de aquella siesta…

Ninguno de los dos tenía muchas ganas de hablar, pero éramos conscientes de que algo muy importante había cambiado entre nosotros… Nos besamos dos veces en las mejillas y una en los labios, con el regusto de las oportunidades… que jamás nacieron… y alguna muda pregunta de pasados incumplidos... Y nos despedimos en la puerta de su casa... con dos tremendos ladridos de “Gladiator”, dos besos de Esther, y quizás alguna lágrima de chocolate…

No recuerdo nada del trayecto en taxi hasta el aeropuerto, ni si tuvimos buen o mal tiempo durante el viaje de regreso a la realidad, a Madrid, la ciudad que me inspiraba aquella extraña mezcla de amor y de odio, pero a quien estaba ligado mi pasado y mi presente... pero no mi futuro… pues aquella fue la primera ocasión en la que contemplé la posibilidad de una vida entre sus brazos, junto al mar… en mi juventud…

 Fue uno de los trayectos más extraños  y surrealistas de mi vida, aunque no tanto como aquella carrera contra el tiempo, contra el sol, para rendir homenaje al rey caído, como fiel vasallo, a lomos de mi “Harley Davidson”, que realizaría algunos años después… Porque en mi corazón estaba llorando, no estaba seguro de mis sentimientos, ni de nada... y tenía mucho miedo de estar volviéndome a enamorar de un ideal, de un imposible...

Y de no ser correspondido… muchas veces por mi culpa… mi propia necesidad de agradar y de amar y ser amado… un cachorrón de un metro ochenta, ya sabes…

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