domingo, 13 de mayo de 2012

2. Eleonor y los 60 enanitos

Muchas veces, tu vida llega al punto de inflexión, al momento preciso en que una concatenación de circunstancias que  cambia para siempre tu destino... Para mí, fue aquella primavera de 1995... Quizás por eso, me apetece recordar nuestra historia... y la de aquellos amores que vinieron antes, y sin los cuales, nada sería igual...

Yolanda... El más dulce de todos los nombres de mujer sobre la Tierra... los ojos que me robaron corazón y alma la primera vez que nos vimos, con el sol del ocaso aureolando su silueta en bañador... Yolanda... que me hace estremecer, aunque nos veamos todos los días, y reconozca parte de ella, y de mí, en nuestros dos hijos... Yolanda... la mujer a quien le debo incluso más que la vida... porque me salvó, hasta de mí mismo...

Soy una persona enamoradiza, es cierto, siempre lo he sido... “está en mi naturaleza”, como le dijo el escorpión a la rana sobre cuyo lomo cruzaba el río… Todavía recuerdo mi primer amor, imposible como en todos los cuentos de hadas... Se llamaba Eleonor García Castaño, estaba casada con Javier Aragoneses López... ella daba clases en parvulitos, y él en primaria y secundaria... Quizás mis sentimientos hacia ella eran los normales en un niño de mi edad, cada vez que me cogía la mano para subir la escalera hasta el aula, pero yo me sentía el rey del mundo... y de parte del Universo... Casi siempre he tenido buen gusto con las mujeres, y estas tendencias no han cambiado...

Mi madre todavía comenta con las amigas cierto viaje en el Metro de Madrid, cuando yo no tendría más de cinco o seis años... El vagón estaba muy lleno, yo necesitaba agarrarme a algo... y solo se me ocurrió colocarme estratégicamente al lado de una chica altísima, de unos veintipocos años, y abrazarme a una de sus largas, larguísimas piernas (dicen que llevaba minifalda, pero yo no lo recuerdo), al mismo tiempo que levantaba la mirada hacia mi madre, y le decía: "¡Qué piernotas!" La chica primero se puso roja como un tomate... pero después siguió la broma, respondiendo:"Desde luego, el niño promete..." La carcajada, en todo el vagón, fue monumental

Eleonor... Imagínate la melena más negra que pueda existir en el Planeta, que le caía, perfecta y exquisita hasta más de media espalda, y con un flequillo cortito, que a veces se apartaba de la cara soplando... Sus ojos eran negros, como una noche sin luna ni estrellas (o como el típico gato negro en mitad del pasillo, en plena noche)... Su tez era ligeramente olivácea, con lo que lucía todo el año un ligero bronceado... Su nariz era pequeña, respingona, proporcionada... Sus mejillas tenían la suavidad del terciopelo, o de la piel del melocotón (lo sé, porque la besé unas cuántas veces...); y sus labios eran jugosos, seductores, muy parecidos a los de Angelina Jolie, pero en versión mujer carnal... Sus pechos eran perfectos, de mediano tamaño, equilibrados (ahora, creo que su talla era la 90-B), sus brazos, largos, interminables, llenos de vida, y sus manos, largas y delicadas, podían con un simple aleteo hacer soñar a toda una clase de vándalos...

Por supuesto, de otros aspectos de su cuerpo, auténtico manjar de dioses, solo me enteré años más tarde, cuando los chicos nos empezamos a fijar en "ciertas cosas", aunque ya solamente nos quedaba el recuerdo y varias fotos... Para mí, encarnaba la mujer perfecta... nalgas firmes, piernas exquisitamente torneadas, y pies algo pequeños, pero lo compensaba utilizando botas de alta montaña el invierno, y una amplia variedad de calzado en primavera y verano, incluyendo sus prodigiosas "sandalias Cleopatra" (al menos, así las llamábamos los niños), y en un par de ocasiones el primer año se puso un vestido corto blanco de algodón egipcio... y jamás la he visto más hermosa...

Es cierto, nos separaban unas cuantas cosas "sin importancia"... Que ella fuera mi profesora de parvulario, la diferencia de edad (¿pero qué son veinte o treinta años, para un niño enamorado?), su marido... Es cierto, en el mejor de los casos, jamás me vería como otra cosa que un hijo... pero me bastaba con estar locamente enamorado... Otro pequeño inconveniente era... su marido, Javier Aragoneses López, un auténtico coloso, que como todos los profesores del colegio/instituto privado “Lycée Le Petit Nicolas”, cumplía con sus turnos de vigilancia del patio... ¿Cómo explicar esa sensación, de ser levantado en volandas, cogido por las orejas (y por la barbilla), para encontrarte suspendido a casi dos metros por encima del suelo (es decir, un metro y medio desde los adoquines hasta tus pies), y mirando fijamente unos ojos gris acerados?

Corría el año 1976, y en aquella época, con las penurias alimenticias y las carencias heredadas, los españolitos medios eran del tipo Alfredo Landa o Pepe Isbert (magníficos y añorados actores): bajitos, cejijuntos, pelo negro, y con boina... Por eso, Javier Aragoneses López, "Don Javier" para sus amigos y "Señor" para los alumnos, destacaba: eran dos metros y diez centímetros de puro músculo, el pelo corto y rojo, los bíceps muy marcados, unos hombros de un metro y medio, con una fuerza descomunal, y una inteligencia brillante que demostraba con sus clases de física y matemáticas en los niveles superiores... Se dice, se comenta, se rumorea, que en la intimidad, jamás hubo marido más pendiente de su esposa (aunque solo fuera por su hermosura, lo comprendo...), ni padre más justo y recto con sus hijos... Quizás en estos tiempos se habría podido ganar la vida como jugador de baloncesto, pero él siempre escogió un deporte de reyes: la esgrima... con sable, en vez de florete…

Pero regresemos al colegio... Nadie podía olvidar aquél vuelo hacia arriba y sin motor, sujeto en apariencia por las orejas, y con los pies pataleando tan lejos del suelo... Con una sola vez, en toda tu vida, basta... y aprendes a portarte bien, a no armar lío en el patio... y dicen las malas lenguas, que a los reincidentes, los lóbulos de las orejas les crecían varios milímetros... Eran otros tiempos, insisto, cuando los profesores eran respetados por los padres y los alumnos, pero no había mucho problema en levantar la voz en clase para callar a los más díscolos: una simple mirada era suficiente... Todos sabemos lo que pasa ahora en muchos  colegios e institutos, ¿verdad? A este paso, los bancos van a modificar los tipos de las hipotecas, y de los seguros, por ser profesor... es decir, colectivo de altísimo riesgo...

Eleonor... Por mucho que nosotros fuéramos niños puros e inocentes (al menos, eso se suponía), se daba perfecta cuenta del efecto que tenía en los "varoncitos" de la clase... Salvo dos compañeros "gays", todos los demás le habíamos entregado nuestro corazón... Típicas caras de arrobo, bebiendo sus palabras, siguiendo el menor de sus gestos, imaginando el palpitar de su corazón a través de las blusas de gasa, refrescándonos con el aleteo de sus pestañas... Y cuando cogía la guitarra, y se ponía a cantar... Lo de menos era el idioma...
¿Cómo explicarlo? A veces, en los corrillos que formábamos en el patio del colegio, diseñábamos todo tipo de estrategias, para acercarnos a ella, y estar, aunque fuera unos segundos, a su lado... El más extremista era Bautista Del Castillo Olivo, que no dudaba en tirarse en plancha por la escalera (de tres peldaños) de la biblioteca, si era Eleonor quien realizaba la guardia de patio...
Igual que todas las madres de aquél entonces, pensaba que era mucho más curativo el poder de un beso en la frente y un soplidito en la zona afectada... y grandes dosis de agua oxigenada y de gasa... Por eso, cada vez que uno de nosotros se caía, se ponía a llorar de mentirijillas, todos los demás les acompañábamos a la puerta de la enfermería donde, en la intimidad vigilada por doña Matilde Vázquez Pérez (la enfermera y cocinera titular), nuestro compañero recibía aquél beso, y aquél soplido, por el que todos los demás suspirábamos... generando quizás un huracán en el Caribe…
Supongo que ninguno de sus rendidos admiradores se molestaba en pensar que ella estaba casada, que su marido era nuestro profesor y al mismo tiempo nuestra mayor pesadilla, y que treinta años consistían en una enorme diferencia... Nuestra mayor obsesión era crecer lo más posible, lo más rápido, trabajar en cualquier cosa (pero mejor de astronauta o de piloto de carreras), y poder casarnos con ella, y estar juntos, viendo la tele, la puesta de sol... o cualquiera de esas cosas que hacen los "mayores" y de las que, por supuesto, no se hablaba nunca a mediados de los años setenta...  Vale, no vamos a decir que todavía creyéramos en los repollos y otros vegetales como portadores de los niños, pero estudiando en un colegio francés y que los trajera una cigüeña desde París, tampoco nos parecía la idea más absurda…
Al cumplir doce años, me llevé el mayor disgusto de toda mi vida sentimental... Eleonor y su marido dejaron el colegio, dicen que para trabajar en un centro más grande... pero en todo caso, nos quedamos huérfanos...
Eleonor, un ángel entre sesenta enanitos (treinta y siete, si no contamos a las niñas y a los dos compañeros “gays”), locamente enamorados de ella... El más imposible de todos mis amores imposibles... La primera vez que me enamoré “hasta las trancas” (como diría Borja), sin conocer el significado de la palabra “amor”…
Hace algunos años, volví a verla, durante la típica reunión de antiguos alumnos... y llegué a la conclusión de que ella había realizado un pacto con el diablo... Estaba incluso más hermosa que en mis recuerdos más febriles...
 Llevaba un vestido negro, que dejaba su espalda al descubierto, unas sandalias tipo "Cleopatra", los labios ligeramente  pintados, y el mismo perfume que hace treinta años... Tuve ganas de tropezarme, hacerme daño con algo, no sé, incluso arañarme un dedo... para que ella me quitase el dolor con un beso... Se me adelantó Bernardino Sanz Igual, quien se lanzó en plancha a sus pies, pensando que nada había cambiado en su cuerpo... y tuvo que salir del salón de baile en ambulancia... con una rótula dislocada… Es evidente que el tiempo no pasa en balde
Y fui yo el afortunado caballero andante: la pude tomar entre mis brazos y bailar un par de canciones lentas, bajo el brillo de las luces reflejadas en las bolas de cristal... Yo iba con mi traje de chaqueta gris marengo, corbata azul a rayas y camisa azul pálido, la barba recién arreglada, un atisbo de “Loewe pour homme”, y lo más extraño, mientras la tenía entre mis brazos, incluso mis dos pies izquierdos se pusieron de acuerdo… Por un momento, me olvidé de todo: el paso del tiempo, que ella era mi profesora, que yo no tenía otra vez ocho años…
Pero lo más importante es que  pude decirle que era la mujer más hermosa que había conocido en toda mi vida... Ella se rió muy suavemente, recibí una caricia de su mano, y dos besos, uno en la mejilla, y el segundo en los labios, por el que casi tienen que reanimarme…
Su marido tampoco había cambiado: los mismos músculos y la misma altura, y la mirada acerada que más he temido… y todavía en aquél momento, me sacaba sus buenos veinte centímetros de altura, lo que no dejaba de ser intimidante… y nos vigilaba, a todos los privilegiados (seis en total) que pudieron bailar con ella durante algunas horas…
            Creo que tuvimos mucha suerte por convivir con una diosa cuando éramos tan jóvenes, y tan influenciables; de poder contemplar la expresión de la belleza y la ternura más absolutas… Eleonor fijó, de por vida, mis cánones de belleza… Y todavía sonrío al recordar que una mañana de martes, todas nuestras compañeras de clase habían convencido durante el fin de semana para que les cortasen el pelo exactamente igual que ella, y también se vistieron de blanco… Todavía conservo, en lo más profundo de mis archivos, una copia de aquella foto de Eleonor rodeada de sus treinta y siete “mini-yos”, sentada en un banco del patio…

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