domingo, 13 de mayo de 2012

10. La maldición del amigo fiel.

Volví a Madrid como en una nube, con los ojos llenos de ella, de Yolanda, una persona especial... que se había infiltrado en todas las células de mi cuerpo, tan devastadora como el peor de los resfriados, y que me había robado el alma... del sabor de sus besos en mis labios, la frescura de su vestido contra mi cuerpo… conformaban sin duda alguna el mayor cuento de amor que jamás había soñado…  y que nunca había imaginado que podría vivir…

Quizás por aquél entonces yo pensaba ser invulnerable al amor, a la capacidad de soñar, pero ella, con aquél único beso, me había roto, otra vez, todos los esquemas...

Mientras esperaba el avión para volver a casa, me decía a mí mismo: "Olvídala... Es una chica demasiado especial: encantadora, maravillosa, bellísima, inteligente, como para que esté contigo... Además, la diferencia de nivel económico y social es muy grande; ella está estudiando arquitectura; mientras que tú, te defiendes con periodismo, y de milagro... No le digas nada a nadie, no lo comentes: es la mejor manera de no hacer el ridículo más espantoso... Que todo sea el sueño de tres días de agosto..."

El trayecto fue muy rápido, pero no lo bastante, para hacerme cambiar de opinión: quedarme a la expectativa, ella tenía tu tarjeta, y el libro... y también, el párrafo subrayado... “¿Y qué haríais si Dios os hablara directamente y os dijera: Os
ordeno que seáis felices mientras viváis? ¿ Qué haríais entonces?...”
Y eso era, precisamente, lo que yo necesitaba ver: la reacción de Yolanda... con el paso de los meses…

 Volví a la casa de mis padres, encontrándola vacía y bastante desolada, y aproveché para cribar la ropa, buscando tal vez su recuerdo, cosa muy difícil, pues había dormido en casa de Esther y de su chico… y de su Husky siberiano...

Y, sin embargo, aquél recuerdo tan deseado, que necesitaba igual que un náufrago en su isla desierta, apareció entre las páginas del libro que estaba leyendo (“Melmoth el Errabundo”, de Maturin, nota para los curiosos): era una servilleta de la cafetería de nuestra última cita, con el logotipo impreso, y una pequeña mancha de zumo de naranja, que dejaron sus labios... La guardé en mi cartera, junto aquél edelweiss que cogí hace tantos años, durante una de mis excursiones de alta montaña, con el “Club Iberia”... y la receta del cóctel de cava catalán que jamás elaboré, regalo de un chaval de la “PUBA  (por una Barcelona Alcohólica”)…

Regresó la familia de hacer la compra, besos, comentarios de "qué moreno estás", "¿has comido bien?", “tienes la barbilla un poco más afilada”…

Pero fue mi abuelo, perspicaz como solamente pueden aquellos ojos cargados con el peso de mil vidas de tinta y de sangre, quien me preguntó, en cuanto estuvimos solos en el comedor: "¿y tu corazón?"

Mi abuelo Luis Rodríguez Fernández, tal vez un poco cansado de que yo me enamorase una y otra y otra vez, para convertirme en fiel amigo o desaparecer en el anonimato unos meses después, había dado en el clavo (una vez más), por lo que respondí vagamente que: "igual hay una chica, se llama Yolanda, y parece un milagro sacado de mis sueños. Es dulce, guapa, inteligente... Nos hemos visto un par de veces en este viaje, hemos desayunado juntos... pero no quiero ilusionarme, abuelo... Prefiero dejar de soñar... y ver lo que sucede con el paso del tiempo..."

Y eso hice, sin responder a las preguntas del resto de la familia durante el resto de la semana, y soñando con un imposible: que ella se pusiera en contacto conmigo... algo que por supuesto no iba a solucionarse bajando tres o cuatro veces al día a escrutar el buzón familiar… ni cambiando mil veces de música en la cadena… Llegué a un disco de “Ornette Coleman”… y una vez más, aquellas “jam sesssions” se apoderaron del aire asfixiante y caliginoso… Días aún más amargos, por no tener su teléfono, cosas que pasan...

Finales de agosto, el portero suplente me dice que me ha llegado una carta hace varios días, pero que como no cabía en el buzón, la ha guardado en su mesa... y tampoco nos habíamos visto...

Le doy efusivamente las gracias, pero sin besos, que los dos llevábamos bigote… Era de Yolanda, y abrirla implicó todo un ritual, digno de CSI (serie que no existía en España en aquella época): ordenar la mesa de trabajo tirándolo todo al suelo, limpiar algo con un paño, comprobación del remitente, del destinatario, apertura utilizando el más afilado de los cúter de hacer maquetas que pude encontrar, y descubro el papel de regalo, y una carta... ¡Me había comprado el último libro de Clive Cussler, recién publicado en España, y del que hablamos aquella mañana en el café!

Emocionado por el detalle, abro la carta, ahíto de sueños y de futuribles... y entonces, si el libro se hubiera convertido en una bomba nuclear que lo destruyera todo a mi alrededor (yo incluido), no me habría extrañado nada...

A grandes rasgos, Yolanda me decía que "pareces ser un buen chico, agradable y culto", pero que "he salido hace muy poco tiempo de una relación muy dolorosa", y que "lo último que me apetecería es volver a enamorarme otra vez, de alguien que vive tan lejos"... Luego, por si fuera poco, me dice: "sin embargo, me gustas como amigo, me he sentido bien a tu lado, y no quiero perderte", añadiendo "creo que eres una persona en quien puedo confiar, ahora y siempre..."

 Aquél fue el último clavo para encerrar mi corazón... lo que no quiere decir que aceptase las condiciones del acuerdo...

Tampoco sé por qué me sorprendió tanto, mi rol había sido el de amigo fiel... la persona comprensiva que te escucha cuando te han partido el corazón, o se ha muerto tu sueño, o simplemente, te has quedado sin fuerzas... ¿Pero alguien piensa en lo que siente el amigo fiel? ¿A quién puede acudir, para que remiende su corazón destrozado? ¿Quién le va a escuchar en sus pesares? Yo seguía teniendo a mi abuelo… pero lo que necesitaba de verdad era un beso de Yolanda…

Los dos últimos años de la carrera fueron, como poco, bastante confusos, en todos los sentidos... y el sentimental no fue el menos importante... Siempre da miedo terminar una etapa de tu vida, darte cuenta de que en breve tendrás que enfrentarte a ese futuro laboral del que tanto te han hablado; que por fin podrás demostrar lo que vales, pero a veces, no estás del todo listo... Y sigues adelante, como un burro con anteojeras, haciendo los trabajos de clase (que luego firman tres o cuatro personas más), estudiando... y, como no puede ser de otra manera, enamorándote... porque no soportas sentirte solo... aunque buena parte de tu corazón sigue perteneciendo a tu “malagueña salerosa”….

Menos mal que mi corazón siempre ha sido muy grande, puesto que durante algunos meses convivieron en su interior Claudia, Yolanda... Y Patricia Quismondo Rejón, una belleza morena de quien nunca me enamoré en serio (y en broma tampoco), porque ya no conseguía nada de mis sucesivos enamoramientos, salvo el incrementar mi perpetua impresión de soledad…

Cada una de ellas por un motivo distinto, y sin conocerse más que de oídas... Hace ya algún tiempo que perdí el contacto con Patricia, pero sin ella, mi vida había sido menos interesante... Lo típico, la hija única de su mejor amigo, viene a Madrid para estudiar periodismo, y durante varios meses, es cierto que fuimos al cine, que cenamos con su compañera de residencia en un par de ocasiones… Y que cierta noche de estrés y exámenes, la pasamos entera luchando con uno de esos horrendos trabajos que se inventan los profesores sádicos, para fustigar a sus alumnos...

No pasó nada, “nihil novo sub solem”, salvo que con las luces de la mañana, fuimos por turnos a ducharnos (por separado), y compartimos, envuelos en la toallas de rizo blanco, una cafetera de brebaje negro como el averno, y dos madalenas de arándanos…

Y Yolanda, con su nombre siempre escondido detrás de los labios, poniendo mil veces seguidas la canción de Pablo Milanés de manera fortuita en la radio del coche, o de mi equipo de música: “Esto no puede ser no mas que una canción quisiera fuera una declaración de amor romántica sin reparar en formas tales que ponga freno a lo que siento ahora a raudales… Te amo, te amo… Eternamente te amo”… La grabé más de veinte veces en una cinta de casete, y la ponía en la radio de mi “Renault 6 TL” blanco, que heredé de mi padre 

No dejaba de pensar en ella, intentando mantener los términos de nuestro acuerdo amistoso, porque más valía eso que sentirme solo... Una vez al mes, quizás dos, nos escribíamos, casi siempre para darnos fuerzas y ánimos, por los cambios que se avecinaban en nuestras vidas: ella había abandonado la carrera de arquitectura, a pesar de la fuerte oposición familiar, para dedicarse a la psicología... y yo estaba disfrutando de mis últimos meses de libertad... Mientras que Pablo Milanés repetía su nombre, una y otra vez, en mis viajes en la noche infinita... y mi corazón sangraba…



No hay comentarios:

Publicar un comentario