Erase una vez... un niño triste... que veía pasar la vida sin demasiado aliciente... Era un niño pequeño para su edad, super tímido, y cuyo mayor refugio, al menos en la escuela/instituto, era la Biblioteca... ¡La de horas que pasé allí, adentrándose en los mundos de tinta! Porque el universo, en general, era demasiado grande para mí... Y también, las cosas que no entendía: los clanes en las aulas, las bandas en el patio, un complejo sistema de castas...
Quizás sea éste el mejor momento para hablaros de mi familia… Mi mayor apoyo, como no pudo ser de otra manera, era mi abuelo, Luis Rodríguez Fernández, y con él se relacionan muchos de los mejores recuerdos de toda mi infancia y adolescencia... desde el sonido de su corazón y de sus pasos, al recorrer conmigo el largo pasillo de madera de nuestra casa, hasta las últimas palabras que le escuché pronunciar, muchos años más tarde, cuando acariciaba el vientre de Yolanda: dijo, muy bajito y despidiéndose, “mi bisnieto”…
Con mi madre, Carmen Rodríguez Pulido no hablaba demasiado, tal vez porque nos veíamos poco, o que no tenía tanta confianza en ella, cosas que pasan... Eso sí, en ella recaían casi todas las tareas de intendencia de la casa, desde contratar una niñera o asistenta, hasta escoger el tipo de ropa, la comida, mil cosas que hace una mujer… pero con el añadido de su trabajo fuera de casa, en una importante compañía aérea…
Con mi padre, Roberto Márquez García, investigador y colaborador en diversos laboratorios en la lucha contra el cáncer, yo me mostraba distante… quizás por el típico enfrentamiento entre “machos alfa”, que no hizo más que derivar en la casi total separación…
Ahora, tantos años después de su muerte, creo que nunca tuvo nada que hacer para ganarse mi afecto, puesto que yo estaba fascinado, hechizado por mi abuelo… y tampoco permití a mi padre acercarse a mi lado…
Ese miedo a amar, a sentir, que solo ha conseguido arrancarme del cuerpo mi Yolanda…
Mi hermana, María Rodríguez Márquez, es dos años menor que yo, ha conseguido uno de sus sueños, al convertirse en una experta arqueóloga, especializada en los yacimientos egipcios del Imperio Medio… Cuando presentó y defendió su tesis (con gran éxito por cierto, y más como broma que por sentido práctico, le regalé un sombrero como el de Indiana Jones y un látigo de cuero)… años después, lo usa a la perfección… y que en una de sus excavaciones encontraría su mayor amor entre los vivos: Alfonso Coronel Blanco… Pero su primer amor siempre fue inalcanzable: el gran Seti 1º, representado en sus años de juventud…
Pero volvamos al año 1983: mi hermana me acompañaba casi siempre, dentro y fuera del colegio… sobre todo en los recreos, que no eran fáciles para ninguno de los dos…
Te adaptas a algunas cosas, incluso puedes considerarlas como algo más o menos normal: alguna persecución a toda velocidad, escapando de los malotes de la clase, alguna colleja o bombardeo de tizas, o que me escogieran siempre el último para un deporte concreto. Pero yo no tuve un dragón mágico que me defendiera de los ogros que acechaban en las taquillas, ni tampoco me llamaba “Bastián Baltasar Bux” (ahora sí tengo uno, tatuado en la espalda)... Por encima de todo, me sentía inmensamente solo, contra el mundo, y contra todo... hasta contra mí mismo, porque siempre llega un momento en el cual acabas aceptando tu situación… Como amigos verdaderos, recuerdo muy pocos… casi siempre tuve aquellos que podían sacar algo de mí (capacidad de trabajo, concentración, detallista, y saber escuchar)... y pertenecí al club de los “Gafa-pastas” y malos deportistas…
En mis correrías por el centro terminé conociendo algunos de los lugares más tenebrosos, el escondite de ciertas llaves, extraños olores emanando del suelo, y más de una vez me refugiaba en el corazón de la bestia: el lúgubre y pesadísimo plinto del gimnasio, que me hacía sentir seguro, incluso a pesar de la retumbante sala de calderas demasiado cerca... Y los días pasaban, con algo de suerte, sin dejar huella. Pequeño, pacifista, con gafas y muy listo, además de muy solitario…
El único aliciente eran las vacaciones, aunque tras la deserción de Laura, les tuve siempre algo de miedo… Un puñadito de sueños y, siempre y por encima de todo, la esperanza, la certeza, de encontrarla a ella... Siempre he sido un romántico empedernido, capaz de enamorarse de una imagen, de un sueño, de una colonia, de un verso (en eso no he cambiado mucho… pero me han domesticado)...
Mas todo aquello, mi mundo entero, cambió el año mágico... 1983... Es decir, unos meses después de 1982... Y unos meses antes de 1984... Más o menos, cuando los Dinosaurios todavía caminaban por la superficie de la Tierra... o en todo caso, cerca del Diluvio Universal... Y fueron tantos los cambios en mi vida, que no me lo podía creer, al recordarlos, ni siquiera cuando empecé a escribir este “Diario”...
Fue el año de "Karate Kid", película interpretada por Pat Norita y Ralph Macchio, que ha servido de inspiración a tantas otras… Pero yo salí del cine aquella tarde de octubre, repitiendo como un mantra las frases que mejor definían la filosofía de la película: “dar cera, pulir cera”, y el famosísimo “pintar cerca arriba, hai pintar cerca abajo hai”… Y yo tenía ganas de aprender algo nuevo, de formar parte de un grupo, en alguna actividad que le hiciera sentirme bien, y más seguro... Mientras veía la película, me puse a pensar... "¿Y si me pongo a estudiar Karate en un gimnasio?"
Dicho y hecho, me apunté a un "dojo" bastante pequeño llamado “Zaiban”, donde enseñaban Judo y Jiu Jitsu, muy cerca de casa, y dirigido por Rafael López Amores, y cuna de campeones de judo nacionales e internacionales (y varios olímpicos) en los años 80 y 90... Allí, poco a poco, y durante cinco años, fui aprendiendo (y olvidando) técnicas de artes marciales, que me permitieron, sobre todo, sentirse más seguro, y no tener tanto miedo... y librarme de un atraco con navaja en el cuello en 1987… aunque ayudó mucho que yo no tenía miedo, y que el también era primerizo… Nunca he sido un buen “judoka”, pero tenía mucha paciencia aprendiendo, y también enseñando… por lo que muchas veces terminaba haciendo de “sparring” para otros chicos más jóvenes y mucho más preparados… A los dieciocho, coincidiendo con el final del instituto, me puse por última vez el kimono, saludé por última vez al “sensei”, miré por última vez el lugar del cambio. Y plegué el kimono en mi bolsa…todavía lo conservo en un baúl, con otros uniformes más recientes…
Me puse lentillas desde el primer momento, sobre todo por las posibles caídas; cambié un poco la mirada, lo justo; y empecé a perderle el miedo al mundo, sobre todo en el segundo año…Y eso se fue notando, porque yo estaba más seguro de mí mismo, podía esquivar con más facilidad los golpes ocasionales, al margen de coincidir con el típico “estirón” de la adolescencia…
No te tratan igual, si en un verano creces cinco centímetros de golpe, y otro tanto durante el curso, además de que el ejercicio se iba notando en mi cuerpo, los entrenamientos en el “dojo” demostraban su efectividad, igual que algunos paseos por el Retiro, los domingos por la mañana (nunca he sido partidario de correr, si un buen león persiguiéndote… aunque sea un “animatronic”)… Pues entre los trece y los catorce cambié, como solo puede hacerlo un adolescente que necesita hacerlo, para seguir viviendo y encontrar algo de paz… y de amor…
Cuando un cordero se harta de ser devorado, y prefiere convertirse en lobo... los otros lobos descubren de repente que pueden ir tras víctimas más indefensas… Y en aquellos tiempos también comenzaron los primeros conflictos raciales en el centro, la llegada de más estudiantes de color… y las peleas a puñetazos durante los recreos…
El segundo gran cambio de mi vida, lo encontré en el aula, en un banco del instituto, el “Lycée Le Petit Nicolas”)... Una hermosa chica de negra melena y ojos turquesa había repetido curso, y se sentía igual de sola que yo... Quizás era algo que estaba escrito, que teníamos que descubrir que ya no estábamos solos contra el mundo... Fue una amistad fronteriza, en muchas ocasiones muy cerca del amor (demasiado)... al menos para mí... Claudia Galán García… Su nombre todavía me provoca escalofríos, cada vez que nos vemos… y la sigo llevando grabada en mi piel… igual que a Esther y a Yolanda… Una progresión necesaria hacia el amor… (aunque suene algo raro, así fue…)
No creo que ella tuviera que hacer frente a los mismos problemas que yo, si bien era algo perezosa para estudiar … Y solo por el hecho de estar juntos unas horas dentro y fuera del instituto, el mundo era un lugar más agradable para ambos... Atrás han quedado cientos de horas de charla, porque fueron cinco años los que pasamos juntos, muchísimas pellas en clase de latín, para ir al cine en “La Vaguada”, de miradas en medio del aula, diciéndonos mutuamente "¿Nos vemos luego, aprovechando el pase?", muchas citas para comer juntos (y alguna para cenar)… Algunos compañeros de clase pensaron que estábamos "liados"… Pero siempre fuimos “solamente amigos”…
Han pasado ya más de veintisiete años desde aquél encuentro, y todavía sonrío al pensar en ella, en la negra cabellera de Claudia, en lo especial que sigo sintiéndome con una sola de sus miradas acariciantes de sus ojos turquesa, que se volvían de color violeta cuando se enfadaba... También me sigo preguntando por el sabor de sus labios, cuando quedamos para comer... o para dar una vuelta... por Málaga o por Madrid…
El tercer cambio fue a la vez un lugar, y una persona... Fue la primera vez que mi hermana y yo hicimos una acampada larga, y la segunda vez que salía de la tutela familiar… La víspera, la alfombra del hall parecía un puesto del Rastro madrileño, donde todo estaba perfectamente empaquetado y listo para la aventura: desde los calcetines, hasta las mudas, pasando por los platos de aluminio, los cubiertos sin punta ni mucho filo, las tazas de aluminio, y por supuesto, los sacos de dormir y las esterillas, mil repelentes contra mosquitos, pasta y cepillos de dientes de recambio, todo un botiquín… Con tanta ropa que llevábamos, las mochilas eran casi más pesadas que nosotros… Salimos de la Estación de Atocha, con un tren correo nocturno (a todos nos costó bastante dormir, y mi hermana y yo comprobamos demasiado tarde que las almohadas de las literas no eran tan blandas como yo creía), y llegamos a nuestro destino a primera hora… Nos llevaron en autobús hasta el pueblo, y el albergue…
El instituto organizó la estancia de los chavales en un pequeño pueblo de Cantabria, llamado Bárcena Mayor... Era, y seguía siendo la última vez que estuve allí, una hermosa mezcla de casas con anchos muros de piedra, puertas de madera sin desbastar, tejados de pizarra, campos, un río, y personas con la cara marcada por el tiempo... Había una tienda, que estaba en la plaza, donde teníamos una cabina telefónica, y en ella nos aprovisionábamos de todas aquellas cosas, tan necesarias, para un niño: chuches, chuches... y más chuches... aunque algunos intentaban comprar cigarrillos... Era un lugar mágico, que vivía y sigue viviendo fuera del tiempo...
Las actividades eran muchísimas: dibujo, talleres de lectura, de cuenta cuentos, algo de música, y entre los monitores había personajes fascinantes, como un gaitero y sus historias, o un cocinero que inventaba platos increíbles (como los famosos huevos duros con arroz blanco y tomate triturado, que todavía recuerdo), dibujos, aulas de la naturaleza, un par de malabaristas… y un cuentacuentos, trovadores... Lo especial fue también la gente: aunque muchos de ellos pertenecían al “Lycée Le Petit Nicolas” (Claudia no pudo venir, por ser un año mayor), nos juntamos con niños de otros colegios… Se produjo alguna pelea sin importancia la primera tarde, por los lugares donde dormir, surgieron varios romances... y se partieron algunos corazones… pero sin consecuencias… El ambiente era más propenso a la magia y al recuerdo que a cualquier otra cosa…
Recuerdo tres chicas, que tendrían unos catorce años, a quienes llamábamos “las tres gracias”… aunque viendo ahora de nuevo sus fotos, eran sus miradas lo que las volvían en especiales… parecían no estar muy conformes con su propio universo… algo rebeldes… Casi siempre, es una enfermedad pasajera a la que se llama adolescencia…
Fueron unos días increíbles, llenos sueños y de sensaciones nuevas, pero lo que recuerdo mejor, es la marcha que realizamos durante dos jornadas desde Bárcena Mayor, durmiendo en una ermita abandonada en medio de los campos, y culminando en Cabezón de la Sal, donde nos esperaban dos autobuses de los “Boy Scout” con los que intercambiamos cromos, pegatinas y tabletas de chocolate, y nos dejaron de nuevo en la base… al grito de “!Urbanitas!” (quizás ahora los habríamos llamado “Gormitis”)
Aquella madrugada, en mitad de los campos, no pude dormir: me quedé velando el sueño de los compañeros... bueno, sobre todo de una compañera... a la luz de las llamas de la chimenea... una vez más, tuve ganas de robarle un beso… pero me conformé con rozar su mejilla…
El amanecer, desayunar en marcha con las “raciones de supervivencia”: un tubo de leche condensada, galletas “María”, media tableta de chocolate, y la cantimplora de agua fresca, recién cogida del pilón... La sensación de libertad, de vivir al margen del tiempo... Quizás entonces comprendí que tenía derecho a ser libre… a aprovecharme de los cambios que se habían realizado en mí… y que el cordero se pondría de una vez una piel de lobo apolillada…
El cuarto cambio y sin duda el más importante, fue promovido por una persona fuera de serie: Enrique Salvador Martín (Quique para los amigos), el director del campamento, además de monitor, cuenta-cuentos, y sobre todo, persona cercana y entrañable, que por primera vez al margen de mi abuelo, me hacía sentir bien... Era la primera vez que alguien me trataba como a un niño, con derechos (a soñar, a no tener miedo, a encontrar la felicidad), con libertades… Él me animó a escribir, a perseguir los sueños, a no rendirme... a confiar en mí mismo... Y por encima de todo, me demostró que no estaba solo... que tenía alguien a medio camino entre el padre y el confidente... que siempre estaría a mi lado… aunque fuera en la distancia…
Durante muchos años nos hemos estado escribiendo, cartas que todavía conservo... Una decena de años después, regresé a Bárcena Mayor, repitiendo la misma marcha, en solitario, acampando en la misma ermita desierta (pero bloqueando la puerta desde dentro con un cuchillo de monte)... con un mapa del ejército, una brújula militar, una linterna espantosamente mala, y un gran cargamento de sueños... El silencio, en medio del bosque, el ruido de las hojas que crujían bajo mis pies, el arroyo de aguas cristalinas que dejé a mi derecha en la bajada por el canchal… En todo el camino, me crucé con un rebaño de vacas, algunas ranas, y unos cuantos excursionistas…
La escena más surrealista fue en la tarde del primer día, cuando me tumbé en medio de un prado, con la cabeza apoyada en la mochila, y con los ojos cerrados… Al cabo de un rato, noté que una sombra pasaba sobre mi cabeza… Abrí los ojos, y pude ver un maravilloso buitre, trazando círculos sobre mí… a poco más de cien metros de altura… Por si acaso, me levanté despacio, que no quería ser la merienda de nadie, y tampoco estaba (tan) cansado…
En Santander, a la ida, dormí en casa de mi amigo... y en Bárcena Mayor, de milagro, encontré alojamiento en un viejo molino rehabilitado... El Albergue hace muchos años que había cambiado de manos, el pueblo estaba más hermoso y más cuidado que nunca… pero a cada revuelta de la esquina, yo esperaba encontrarme al gaitero de mi infancia, perseguido por una nube de niños…
Y me extrañaba no divisar en el balcón que daba a la plaza aquellos estandartes rojos, amarillos y azules, el primero solo podía simbolizar el valor… Todavía conservo la medalla de madera, que mi hermana María encontró hace algunos años mientras hacía limpieza, en la que pone “Primer grupo Castores. Año 1983”…
Cuatro cambios, que modificaron mi vida, aunque el cambio físico que comenzó aquél año no se completó hasta 1985... y que hicieron de 1983 al año mágico... Más tarde, hubo años peores, y otros mejores; épocas de intenso dolor y sufrimiento; temporadas de pura felicidad... Es decir, una vida como todas las demás, con sus grises y blancos... y con presencias y ausencias de amor...
Años después, volví a Santander, con Yolanda, y quedamos de nuevo con Quique, compartimos una ración de “rabas” en “El Gelín”, y luego fuimos a comer a un restaurante de pescadores… que estaba en las afueras… Me hubiera gustado pasar más tiempo juntos, pero el viaje desde Málaga a Oviedo, para conocer la ciudad de mi padre… Un par de días antes, descansamos en un camping cerca del pueblo de Vidiago…
Allí se encuentra la cala de cantos rodados, y las enormes rocas donde nos gustaba sentarnos a ver el mar… y la vertiginosa terraza exterior, donde tantas veces he desayunado, mientras que Yolanda dormía en la tienda de campaña, con los niños; aunque otras muchas veces hemos desayunado los cuatro…
Al principio, ni Borja ni David, que nos acompañaron con sus novias en nuestro primer viaje, eran capaces de entender por qué era un lugar tan especial para nosotros, pero después de pasear por el camino de ronda en los acantilados; de escuchar el nacimiento del día en mitad de la niebla; o de compartir la primera tormenta en las tiendas de campaña, no volvieron a preguntarlo…
Aquél lugar de Asturias, en la tierra de mi padre, simboliza para mí la aventura y la libertad… El mar se asomaba para mirarnos, desafiante, desde la parte inferior de los acantilados, y las noches de galerna, muchas tiendas fueron arrancadas de las laderas… y en ningún otro sitio he escuchado de aquella manera el mar…
Por supuesto, hay recuerdos mejorables, como los doscientos metros lisos y cuesta arriba, ya con mejores linternas, para llegar al cuarto de baño… o las entrañables duchas matutinas, cuando no arrancaba el generador…
Mil pequeñas cosas de la convivencia entre perfectos desconocidos… El recuerdo de aquella chica que se había lastimado un tobillo en la Ruta del Cares, y el cariño de Yolanda con ella, al curarla… El insuperable café mañanero, desde lo alto del acantilado, mirando el mar a cincuenta o cien metros por debajo… con aquella tosta de “pan tumaca”, y los impresionantes “sobaos pasiegos” que hacían en una tahona de Llanes…
Me gustaría poder deciros que Quique vino a nuestra boda… pero no pudo ser, más por falta de tiempo que por cualquier otra cosa… aunque le mandé unas copias de las fotos… y hemos seguido escribiéndonos… Que no en vano yo tengo ahora la edad que va marcando el calendario, y que es más o menos la misma que él tenía cuando nos conocimos… El tiempo no pasa en vano… pero esa es otra historia…
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