domingo, 13 de mayo de 2012

10. La maldición del amigo fiel.

Volví a Madrid como en una nube, con los ojos llenos de ella, de Yolanda, una persona especial... que se había infiltrado en todas las células de mi cuerpo, tan devastadora como el peor de los resfriados, y que me había robado el alma... del sabor de sus besos en mis labios, la frescura de su vestido contra mi cuerpo… conformaban sin duda alguna el mayor cuento de amor que jamás había soñado…  y que nunca había imaginado que podría vivir…

Quizás por aquél entonces yo pensaba ser invulnerable al amor, a la capacidad de soñar, pero ella, con aquél único beso, me había roto, otra vez, todos los esquemas...

Mientras esperaba el avión para volver a casa, me decía a mí mismo: "Olvídala... Es una chica demasiado especial: encantadora, maravillosa, bellísima, inteligente, como para que esté contigo... Además, la diferencia de nivel económico y social es muy grande; ella está estudiando arquitectura; mientras que tú, te defiendes con periodismo, y de milagro... No le digas nada a nadie, no lo comentes: es la mejor manera de no hacer el ridículo más espantoso... Que todo sea el sueño de tres días de agosto..."

El trayecto fue muy rápido, pero no lo bastante, para hacerme cambiar de opinión: quedarme a la expectativa, ella tenía tu tarjeta, y el libro... y también, el párrafo subrayado... “¿Y qué haríais si Dios os hablara directamente y os dijera: Os
ordeno que seáis felices mientras viváis? ¿ Qué haríais entonces?...”
Y eso era, precisamente, lo que yo necesitaba ver: la reacción de Yolanda... con el paso de los meses…

 Volví a la casa de mis padres, encontrándola vacía y bastante desolada, y aproveché para cribar la ropa, buscando tal vez su recuerdo, cosa muy difícil, pues había dormido en casa de Esther y de su chico… y de su Husky siberiano...

Y, sin embargo, aquél recuerdo tan deseado, que necesitaba igual que un náufrago en su isla desierta, apareció entre las páginas del libro que estaba leyendo (“Melmoth el Errabundo”, de Maturin, nota para los curiosos): era una servilleta de la cafetería de nuestra última cita, con el logotipo impreso, y una pequeña mancha de zumo de naranja, que dejaron sus labios... La guardé en mi cartera, junto aquél edelweiss que cogí hace tantos años, durante una de mis excursiones de alta montaña, con el “Club Iberia”... y la receta del cóctel de cava catalán que jamás elaboré, regalo de un chaval de la “PUBA  (por una Barcelona Alcohólica”)…

Regresó la familia de hacer la compra, besos, comentarios de "qué moreno estás", "¿has comido bien?", “tienes la barbilla un poco más afilada”…

Pero fue mi abuelo, perspicaz como solamente pueden aquellos ojos cargados con el peso de mil vidas de tinta y de sangre, quien me preguntó, en cuanto estuvimos solos en el comedor: "¿y tu corazón?"

Mi abuelo Luis Rodríguez Fernández, tal vez un poco cansado de que yo me enamorase una y otra y otra vez, para convertirme en fiel amigo o desaparecer en el anonimato unos meses después, había dado en el clavo (una vez más), por lo que respondí vagamente que: "igual hay una chica, se llama Yolanda, y parece un milagro sacado de mis sueños. Es dulce, guapa, inteligente... Nos hemos visto un par de veces en este viaje, hemos desayunado juntos... pero no quiero ilusionarme, abuelo... Prefiero dejar de soñar... y ver lo que sucede con el paso del tiempo..."

Y eso hice, sin responder a las preguntas del resto de la familia durante el resto de la semana, y soñando con un imposible: que ella se pusiera en contacto conmigo... algo que por supuesto no iba a solucionarse bajando tres o cuatro veces al día a escrutar el buzón familiar… ni cambiando mil veces de música en la cadena… Llegué a un disco de “Ornette Coleman”… y una vez más, aquellas “jam sesssions” se apoderaron del aire asfixiante y caliginoso… Días aún más amargos, por no tener su teléfono, cosas que pasan...

Finales de agosto, el portero suplente me dice que me ha llegado una carta hace varios días, pero que como no cabía en el buzón, la ha guardado en su mesa... y tampoco nos habíamos visto...

Le doy efusivamente las gracias, pero sin besos, que los dos llevábamos bigote… Era de Yolanda, y abrirla implicó todo un ritual, digno de CSI (serie que no existía en España en aquella época): ordenar la mesa de trabajo tirándolo todo al suelo, limpiar algo con un paño, comprobación del remitente, del destinatario, apertura utilizando el más afilado de los cúter de hacer maquetas que pude encontrar, y descubro el papel de regalo, y una carta... ¡Me había comprado el último libro de Clive Cussler, recién publicado en España, y del que hablamos aquella mañana en el café!

Emocionado por el detalle, abro la carta, ahíto de sueños y de futuribles... y entonces, si el libro se hubiera convertido en una bomba nuclear que lo destruyera todo a mi alrededor (yo incluido), no me habría extrañado nada...

A grandes rasgos, Yolanda me decía que "pareces ser un buen chico, agradable y culto", pero que "he salido hace muy poco tiempo de una relación muy dolorosa", y que "lo último que me apetecería es volver a enamorarme otra vez, de alguien que vive tan lejos"... Luego, por si fuera poco, me dice: "sin embargo, me gustas como amigo, me he sentido bien a tu lado, y no quiero perderte", añadiendo "creo que eres una persona en quien puedo confiar, ahora y siempre..."

 Aquél fue el último clavo para encerrar mi corazón... lo que no quiere decir que aceptase las condiciones del acuerdo...

Tampoco sé por qué me sorprendió tanto, mi rol había sido el de amigo fiel... la persona comprensiva que te escucha cuando te han partido el corazón, o se ha muerto tu sueño, o simplemente, te has quedado sin fuerzas... ¿Pero alguien piensa en lo que siente el amigo fiel? ¿A quién puede acudir, para que remiende su corazón destrozado? ¿Quién le va a escuchar en sus pesares? Yo seguía teniendo a mi abuelo… pero lo que necesitaba de verdad era un beso de Yolanda…

Los dos últimos años de la carrera fueron, como poco, bastante confusos, en todos los sentidos... y el sentimental no fue el menos importante... Siempre da miedo terminar una etapa de tu vida, darte cuenta de que en breve tendrás que enfrentarte a ese futuro laboral del que tanto te han hablado; que por fin podrás demostrar lo que vales, pero a veces, no estás del todo listo... Y sigues adelante, como un burro con anteojeras, haciendo los trabajos de clase (que luego firman tres o cuatro personas más), estudiando... y, como no puede ser de otra manera, enamorándote... porque no soportas sentirte solo... aunque buena parte de tu corazón sigue perteneciendo a tu “malagueña salerosa”….

Menos mal que mi corazón siempre ha sido muy grande, puesto que durante algunos meses convivieron en su interior Claudia, Yolanda... Y Patricia Quismondo Rejón, una belleza morena de quien nunca me enamoré en serio (y en broma tampoco), porque ya no conseguía nada de mis sucesivos enamoramientos, salvo el incrementar mi perpetua impresión de soledad…

Cada una de ellas por un motivo distinto, y sin conocerse más que de oídas... Hace ya algún tiempo que perdí el contacto con Patricia, pero sin ella, mi vida había sido menos interesante... Lo típico, la hija única de su mejor amigo, viene a Madrid para estudiar periodismo, y durante varios meses, es cierto que fuimos al cine, que cenamos con su compañera de residencia en un par de ocasiones… Y que cierta noche de estrés y exámenes, la pasamos entera luchando con uno de esos horrendos trabajos que se inventan los profesores sádicos, para fustigar a sus alumnos...

No pasó nada, “nihil novo sub solem”, salvo que con las luces de la mañana, fuimos por turnos a ducharnos (por separado), y compartimos, envuelos en la toallas de rizo blanco, una cafetera de brebaje negro como el averno, y dos madalenas de arándanos…

Y Yolanda, con su nombre siempre escondido detrás de los labios, poniendo mil veces seguidas la canción de Pablo Milanés de manera fortuita en la radio del coche, o de mi equipo de música: “Esto no puede ser no mas que una canción quisiera fuera una declaración de amor romántica sin reparar en formas tales que ponga freno a lo que siento ahora a raudales… Te amo, te amo… Eternamente te amo”… La grabé más de veinte veces en una cinta de casete, y la ponía en la radio de mi “Renault 6 TL” blanco, que heredé de mi padre 

No dejaba de pensar en ella, intentando mantener los términos de nuestro acuerdo amistoso, porque más valía eso que sentirme solo... Una vez al mes, quizás dos, nos escribíamos, casi siempre para darnos fuerzas y ánimos, por los cambios que se avecinaban en nuestras vidas: ella había abandonado la carrera de arquitectura, a pesar de la fuerte oposición familiar, para dedicarse a la psicología... y yo estaba disfrutando de mis últimos meses de libertad... Mientras que Pablo Milanés repetía su nombre, una y otra vez, en mis viajes en la noche infinita... y mi corazón sangraba…



9. Tres días de agosto.

No me gusta hacer apuestas, ni sobre el resultado de una carrera de coches, la nota de los exámenes parciales o finales, el número de personas que se van a quedar mirando un accidente de tráfico, ni siquiera sobre el color del siguiente coche que pase por delante del aula... Por eso, no habría apostado ni siquiera por mí mismo, cuando vi por primera vez a Yolanda García Montes, la amiga de Esther, durante mi tercer viaje a Málaga... Era el mes de agosto de 1993, el día nueve para más señas, llevaba un par de días durmiendo en casa de Esther y de su novio, y también de su gigantesco perro de color blanco, cuando ella me preguntó si me importaba que fuéramos a Benalmádena, y pasásemos la mañana, y quizás la tarde, con una de sus mejores amigas, que tenía ganas de conocerme...

Intrigado, pero sin intuir lo que podía pasar, ni hasta qué punto ella cambiaría mi vida, acepté... Fuimos en autobús, los dos solos, puesto que su novio (Marcial Gómez Ramírez) tenía que trabajar aquella mañana, en el bar, preparando y sirviendo los mismos churros maravillosos que luego compartíamos en la mesa de su pequeño comeñor... Es curiosa la manera en que las personas cambian al independizarse... Mientras estuvo con su familia, Esther era una chica bastante recatada y tranquila; pero al convivir con su chico... se soltó un poco la melena,  aunque seguía manteniendo una relación aceptable con sus padres...

Once de la mañana... El autobús nos ha dejado muy cerca de la casa de Yolanda García Montes, a quien yo no conocía ni por fotos, con la vaga referencia de que me iba a “gustar”…

Era un conjunto de pisos, con jardín y piscina privada, en primera línea de playa de Benalmádena... Entramos por la puerta principal directamente a la pradera, y veo los ojos marrones más intensos de toda mi vida, además de una melena corta por los hombros, una carita hermosa con unos preciosos hoyuelos... y unos labios que me moría por besar casi desde el primer momento... Llevaba un bañador verde que realzaba su cintura, sus brazos y piernas estaban muy bronceados y bien torneados... No sé, mientras nos acercábamos a ella, me parecía imposible que fuera la famosa Yolanda, una de las mejores amigas de Esther... puesto que tenía todo el aspecto de ser un espejismo, la materialización del más hermoso de mis sueños, y no me atrevía a moverme…

Pero, evidentemente, era ella... Yo me quedé sin palabras... Si por Claudia, con el paso del tiempo, había desarrollado una fascinación absoluta… para enamorarme de Yolanda me bastaron treinta segundos, el tiempo que tardó en darme un beso en la mejilla...

Electricidad, hormigueo, mariposas en el estómago, no sé, cualquier cosa buena que te puedas imaginar, la sentí en aquellos momentos... y con cada minúsculo soplo de viento que hacía ondear su pelo... y me traía el eco de su perfume de “Vittorio y Lucchino”… Mientras que yo, con mis mejores galas de urbanita madrileño, incluyendo bermuda, camiseta blanca y deportivas (además de la inevitable mochila con la toalla, la botella de agua y la crema bronceadora) no podía hacer otra cosa, aparte de mirarla... y ella dijo: “Muy hablador, tu amigo Ismael… ¿Será que le ha comido la lengua el gato?

¿Cuántas posibilidades tiene un madrileño, super tímido, de encontrarse tumbado como un pachá entre dos hermosas adolescentes, en una piscina privada, y dejarse acariciar por el sol y el viento... mientras con la mirada (y amparado por las gafas de sol, el mejor truco de los tímidos desde que las patentó más o menos James Dean) puede recorrer montes y valles desconocidos? Maticemos: los chicos nos fijamos en todo, igual que las chicas, pero somos menos discretos... Quizás me sentía protegido por mi condición de universitario, por haber terminado mi "Escuela de Prácticas de Periodismo" en el ABC, o por mi culturilla general (en buena parte inculcada por mi padre) y mi afición a la literatura... Por primera vez en muchísimo tiempo, me sentía seguro de mí mismo… esa extraña sensación... que apenas  conocemos los tímidos...

Pero aquella mañana, aunque ahora no recuerdo bien de qué hablamos, cambió mi vida, desde lo más profundo de mi ser... Pigmalión, pero sin tantas clases de pronunciación, saber estar, y sobre todo, se trataba de cambiar mi mente: el "ni de coña" por el "¿y por qué no?"...

Después de haraganear un poco al sol, nos metimos en la piscina, el agua estaba muy fresca, y pasamos un rato jugando con una pequeña pelota, volvimos a las toallas, pero esta vez, moví la mía, para estar más cerca de ella... Y poder mirarla, sin dejarme el cuello en la misión... Quizás fuera lo mismo que sintió Claudia, cuando la dejé sola casi toda la tarde, para estar hablando con Esther en1988; y tal vez por eso, casi todas las veces que yo miraba a la tercera en discordia (Yolanda), me sonreía Esther...

Aviso a las sirenas y a los besugos: a veces, no es la mejor idea el irte a la piscina con dos mujeres-adolescentes-chicas hermosas... sobre todo porque el "alien" que anida en nuestro bañador tiene la manía de despertarse en los momentos más inoportunos... No se trata de que tengamos súbitos ataques de calor, o que nos interese mucho contemplar las hojitas de hierba, la danza de las hormigas negras en la hierba, o tomar el sol en la nuca... es más posible que el bañador que hemos escogido sea demasiado ceñido

Esther y yo nos quedamos a comer en el piso de Yolanda; y sus padres  Julián García Fernández y Catalina Montes Claros, nos invitaron a degustar el típico menú veraniego: filete con patas fritas y ensalada, un gazpacho “bien migao” y helado de chocolate como postre, aunque si me hubieran dado mofeta guisada con pimientos de Padrón, no me habría enterado…

 Fue una buena ocasión de conocer al clan entero: sus hermanos pequeños David y Borja y su abuela Clotilde. Yolanda había aprobado la selectividad con nota muy alta (de las más elevadas de la autonomía), y llevaba dos años estudiando arquitectura, movida por su padre (un promotor inmobiliario de prestigio). Su madre, Catalina, trabajaba en una gestoría, buscando y tramitando subvenciones para nuevos empresarios; y sus hermanos, todavía eran muy jóvenes para esas cosas, aunque su pasión era el baloncesto... lo que no era de extrañar, puesto que Borja, a sus dieciocho años, medía un metro noventa, y David, cinco años más joven, rebasaba el metro ochenta.

 Doña Clotilde había sido costurera, agricultora y unas cuantas cosas más en el pueblo de Manilva, pero llevaba diez años viviendo en Málaga, desde la muerte de Agustín, su marido…

Hablamos un poco de todo en aquella primera toma de contacto, Esther me defendió "a capa y espada", sobre todo porque los dos hermanos estaban locos por ella y me veían como un rival… Lo que no impidió un interrogatorio bastante cerrado de David y Borja sobre mis "intenciones con su hermana", cuando salimos a la terraza para fumar un cigarrillo: todavía me intriga que dos chavales se dieran cuenta de algo que ni yo mismo tenía seguro... pues de todas formas, la acababa de conocer...

Aquella noche, tardé horas en dormirme: todavía recordaba el olor de su piel después del baño, el brillo de sus ojos, la belleza de su sonrisa, esa forma tan peculiar de recogerse un mechón de pelo detrás de la oreja, y la paz que encontraba a su lado... Yolanda... Terminé abusando de la hospitalidad de Esther, o mejor dicho, de su nevera, bebiéndome medio litro de leche muy fría con “Cola-Cao”, y devorando un paquete de "Príncipe"... Me volví a la cama con las primeras luces del alba...

Aquella mañana me desperté muy tarde, de todas formas, Yolanda no estaba libre hasta después de comer (que en Málaga hacía un calor de muerte... y siguen sin ponerse de acuerdo sobre si fue mayor o menor que la sofoquina de 1808), y me fui a la playa con Esther... Estaba muerto de cansancio; ella parecía algo triste, y al cabo de un rato tomando el sol, surgió el tema...

“¿Te has enamorado de ella, verdad?”, me preguntó...

“¿De quién? ¿De Yolanda? ¡Qué va!”... pero no lo decía en serio...

 “No me mientas, Ismael, que llevamos mucho tiempo como amigos, y no hace falta que disimules...”, me dijo, con esa sonrisa pícara que tanto me gustaba…

 “¿Tienes celos, Esther?”, le pregunté, encendiendo un cigarrillo...

 “No lo sé... No me gustan las relaciones a distancia, creo que son muy complicadas, y quizás por eso llevamos tanto tiempo, más de tres años, siendo solamente amigos, a pesar de tus viajes, y de mi estancia en casa de tus padres las navidades pasadas”...

 Cerró los ojos, se quedó en silencio,  yo me quedé tumbado a su vera, y creí que se había dormido... Cuando de repente me miró, con sus hermosos ojos verdes, diciéndome: "Ismael… Ella es una buena persona... Una de mis mejores amigas, y ya has conocido a sus caballeros andantes… Más te vale cuidarla..."

Quizás fuera por la falta de experiencia en las lides del amor (la mía era casi inexistente, al margen de la amistad y de los amores imposibles y de algunos que no estaba dispuesto a confesar ante una dama), o que yo no consideraba la posibilidad de interesar a alguien por mi físico (nunca me he tomado en serio, hasta que no comprobé que mi cuerpo y mi mente respondían a los entrenamientos de Kenji Watanabe), mis ideas y mis sueños… Por eso, las palabras de Esther me dejaron intrigado y pensativo... ¿Podría haberme enamorado de ella cuando nos conocimos en Madrid, si aquella fascinación del primer momento no hubiera derivado en amistad? ¿Y ella, acaso había sentido algo por mí, o mi rol era el de ese "hermano mayor" que nunca tuvo?

 Volvimos a casa un pelín chamuscados por el sol, nos duchamos, preparé algo de pasta para comer, y nos acostamos los dos en su cama de matrimonio, pues “Gladiator”, su Husky blanco, había tomado el sofá cama al asalto… Yo estuve mirándola un buen rato mientras dormía: era la típica situación que solo compartes con un buen amigo, dormir con una enorme camiseta (del “Unicaja”, cómo no), y con un tanga rojo como única ropa interior… Primero se durmió mirando hacia la ventana, con la camiseta cubriendo todo lo que podía su hermoso cuerpo… Pero luego, se giró hacia mí… y fue entonces, al verla tan hermosa y relajada, cuando por segunda vez en toda nuestra relación, lamenté haber sido una especie de hermano mayor… y nada más… Un ventilador de techo removía el tibio aire de la habitación, y ella parecía tan vulnerable, y tan pequeña, que no pude evitar besarla en la mejilla, antes de sumirme, yo también, en el sueño…

Hacía mucho calor, aquella tarde del diez de agosto, poco antes de la Feria... La Calle Larios, con sus mejores galas, llena de farolillos, terrazas y veladores, saludaba a la noche… Había mucha gente bien vestida, otros ya estaban probándose la ropa para la feria, y yo, con mis vaqueros negros, la camisa blanca... y los náuticos, me sentía un poco fuera de lugar… Anque no empezase oficialmente hasta el día catorce, Málaga es una ciudad que se vuelca por completo en su fiesta más emblemática, sin contar el recogimiento y la tradición de su Semana Santa, que ya había conocido en mi segundo viaje... Quizás, yo pensaba en estar a solas con Yolanda, acaparar su atención, hablar un rato, conocernos mejor, sobre todo disfrutar a su lado...

No pudo ser: aunque ella estaba muy guapa, con su pantalón de pinzas azul oscuro, su blusa de faralaes y sus zapatos de tacón bajo (aunque parezca ridículo, me resultaba un poco raro verla con tanta ropa, habiéndonos conocido en bañador) pasamos la noche en medio de una caterva de amigos, de la que formaban parte Esther y Marcial (quien nos había despertado de la siesta a las siete de la tarde, “con un chorrito de agua de la nevera, que tensa la piel”)... Del grupo, formado por unas doce o catorce personas, no recuerdo un solo nombre, tres chicas más, y el resto, gorilas fiesteros de todos los calibres... Pescaíto, vino fino, más pescaíto, incluso unos cucuruchos de helado en un puesto callejero... y más vino fino (demasiado, no volví a tomarlo en una larga temporada)… Tal vez, si hubiéramos ido a una taberna, habría alternado un poco más con la gente, pero no hice otra cosa que mantenerme cerca de ella en los desplazamientos, beber lo mínimo (nunca me ha sentado bien el vino), y comer... el mejor quitapenas que existe son las “pijotas”, y el “bienmesabe”, palabra de explorador…

Un par de veces, Yolanda me cogió la mano... y con aquél gesto, hizo que me olvidase de todo... Quedamos en vernos a la mañana siguiente a las doce en la “Casa Aranda” (ya sabes, en la calle Herrería del Rey), para un desayuno tardío... Una vez más, me costaba dormir, a pesar del cansancio, pues faltaban pocos minutos para las cuatro de la madrugada cuando llegué a casa... aunque tuve compañía en la cocina: “Gladiator” y yo compartimos leche y galletas, y quizás, algo de tristeza, por las esperanzas que no se habían cumplido aquella noche... la última de mi estancia en Málaga…

Once de agosto de 1993, pasan unos minutos del mediodía, y llevo un par de horas despierto... Después de cerrar la maleta, me he pasado por la librería “Luces”, uno de mis libros favoritos para Yolanda: "Ilusiones", de Richard Bach... Y en la “Moderna Pastelería Ortiz”, un regalo de despedida para Esther (con lo golosa que era, nada mejor que una caja de bombones, que escondí en su nevera antes de mi cita)…

  Estoy nervioso, con una camiseta de “Mecano” recuerdo del último concierto en “Las Ventas, mis vaqueros, las sandalias de cuero... Yolanda vino diez minutos tarde... pero estaba tan hermosa, que la habría esperado mucho más tiempo... Llevaba unas sandalias tipo "Cleopatra" (como las de mi profesora...), y un vestido ibicenco blanco de algodón que se ajustaba como una segunda piel... El tono cobrizo de sus brazos y de sus piernas me hacía envidiar los rayos de sol que la habían acariciado con tanto cariño, y la brisa que había alborotado sus cabellos... Por tercera vez, Yolanda me dejó sin palabras, no había forma de esconderse de sus ojos, ni de aquella débil aura que la envolvía... aunque más tarde comprobé que había una claraboya, por la que se filtraban algunos rayos de sol…

El mundo entero se había detenido y comprimido, la Realidad se esfumaba a grandes pasos, y no me habría extrañado que se escuchase la voz de Frank Sinatra, cantando “My way” o “Strangers in the Night”… Tan solo existíamos nosotros, con nuestros cuerpos enmarcando una diminuta mesa redonda de tapa de mármol… que no tenía grabada ninguna extraña inscripción, como en “La Colmena”, de Camilo José Cela.

Dos cafés con leche templada, dos zumos de naranja, dos cruasanes a la plancha, y dos horas a solas con ella... ¿Acaso era posible pedir más? En aquél momento, no se me ocurría nada inteligente que decir, no tenía casi hambre, era suficiente estar con Yolanda, verla diseccionar el croissant, presenciar el mágico ritual de la transubstanciación, por el que los simples alimentos se convertían en parte de su hermoso ser de luz... de su corazón y de su alma… Todavía se ríe cuando le explico que no existía nadie más que ella en todo el mundo… ni entonces, ni ahora…

Le dejé tomar la iniciativa, y por fin, comenzamos a hablar... De sus estudios, que no le entusiasmaban, pero que había comenzado casi por imperativo familiar... de las asignaturas que los dos debíamos recuperar, de los escritores que me gustaban (“¿me presentarás alguno, verdad?”, aquél fue nuestro primer nexo de unión), de la música (coincidíamos en “Pink Floyd”, “Dire Straits”, “Depeche Mode”, “Mecano”… y “Wham”, pero ella no soportaba “Hombres G” ni “Los Inhumanos”)... Tenía la impresión de estar despidiéndome de ella, de que no habría mucho que hacer para mantener el contacto... y por supuesto, que no probaría el sabor de sus labios...

Ya eran casi las dos de la tarde, no me quedaba más remedio que ponerme en marcha, puesto que mi avión salía a las cinco... Y me atreví a hacer dos cosas muy importantes: le pedí a un camarero que nos hiciera un par de fotos a los dos.... y le di mi tarjeta de visita...

“Tengo algo para ti, Yolanda”... le dije, al mismo tiempo que le daba el libro... Siempre me ha gustado de ella el que no puede esperar a la hora de abrir un regalo: el papel termina siempre igual de triturado que si se lo hubiera comido “Gladiator”… Esa cara de felicidad que se le pone cuando llego a casa con cualquier tontería, para ella o para los niños, o nuestros galgos consentidos, “Dartacán” y “Porthos”… También es cierto que se le sigue dando muy mal esconder un regalo: la delata un pequeño tic en el ojo derecho…

¡"Ilusiones"! ¡Muchas gracias, Ismael! Tenía pensado comprarlo, después de lo que me dijiste el otro día”, me respondió, sonriendo... Se quedó unos segundos pensativa, quizás dándose cuenta de que tenía las manos vacías… hasta que se le iluminó la cara, y me dijo: “Yo también tengo algo que darte, para que me recuerdes…”.

Fue entonces cuando se levantó de la silla, se inclinó sobre mí, y me besó en los labios el tiempo suficiente para que surgieran los típicos comentarios entre algunos parroquianos... Y yo me puse “colorao”... aunque el moreno ayudó algo a disimular mis sentimientos... Sin saberlo, me había dado el mejor regalo de toda mi vida…

Me cogió la mano al salir de la cafetería... Y fuimos abriéndonos paso entre la gente... hasta que nuestros caminos se separaron… con otro beso en los labios… Caminar con una mujer hermosa a tu lado, sentir que tu corazón se va calentando muy despacio, volver la mirada, y comprobar, una vez más, que no es un sueño del que me pueda despertar bruscamente…  Nos despedimos con dos besos, esta vez en las mejillas, por eso de las apariencias, y la promesa de escribirnos… Yolanda me dejó cerca de la casa de Esther, pues tenía que hacer algunas compras, y yo la vi marchar, alejarse muy despacio, con el sol haciendo brillar su hermosa melena… y su cuerpo cimbreándose entre dos luces: la razón, y el deseo…

Nunca he sido muy religioso, pero debo reconocer que aquella mañana, recé, haciendo un par de promesas, si conseguía mantener aquella amistad, que recién nacida, ya se había encaramado por las escalerillas de la confianza, de las cosas compartidas, de algunos sueños en común… y de las esperanzas de baratillo, que hacen soñar...

Otras muchas experiencias similares me habían enseñado que en las despedidas siempre hacemos promesas tontas, que no pensamos cumplir… Y que es tan sencillo olvidarse de una persona, cuando ya no la tienes delante; incluso hacer daño sin querer… Todavía no estaba enamorado de Yolanda, al menos, no tanto como lo estaría en 1995, y mucho menos que ahora… ni ella de mí… pero en aquél momento…. Las cosas “pintaban bien”…

Esther me estaba esperando para tomar un café  juntos, cuando llegué a casa y pude ver que ya había descubierto los bombones, le di el regalo de “Gladiator” (un enorme hueso de ternera)… y se había puesto unos pantalones pirata que rompían con la intimidad de aquella siesta…

Ninguno de los dos tenía muchas ganas de hablar, pero éramos conscientes de que algo muy importante había cambiado entre nosotros… Nos besamos dos veces en las mejillas y una en los labios, con el regusto de las oportunidades… que jamás nacieron… y alguna muda pregunta de pasados incumplidos... Y nos despedimos en la puerta de su casa... con dos tremendos ladridos de “Gladiator”, dos besos de Esther, y quizás alguna lágrima de chocolate…

No recuerdo nada del trayecto en taxi hasta el aeropuerto, ni si tuvimos buen o mal tiempo durante el viaje de regreso a la realidad, a Madrid, la ciudad que me inspiraba aquella extraña mezcla de amor y de odio, pero a quien estaba ligado mi pasado y mi presente... pero no mi futuro… pues aquella fue la primera ocasión en la que contemplé la posibilidad de una vida entre sus brazos, junto al mar… en mi juventud…

 Fue uno de los trayectos más extraños  y surrealistas de mi vida, aunque no tanto como aquella carrera contra el tiempo, contra el sol, para rendir homenaje al rey caído, como fiel vasallo, a lomos de mi “Harley Davidson”, que realizaría algunos años después… Porque en mi corazón estaba llorando, no estaba seguro de mis sentimientos, ni de nada... y tenía mucho miedo de estar volviéndome a enamorar de un ideal, de un imposible...

Y de no ser correspondido… muchas veces por mi culpa… mi propia necesidad de agradar y de amar y ser amado… un cachorrón de un metro ochenta, ya sabes…

8. Interludio sentimental.

Principios de los años 90... El tiempo de la formación, los estudios universitarios, los sueños por cumplir, las anclas sentimentales, y los conocimientos de todo tipo, algunos de ellos no muy recomendables... Lo que más aprecié de la carrera de Periodismo en el CEU San Pablo (adscrito a la UCM) fue el salir de un ambiente estudiantil en el que no me quedaban ya esperanzas de cambiar ni de evolucionar, puesto que todos los roles estaban ya asignados casi desde el principio... y la posibilidad de encontrar mi sitio bajo el sol era inviable… porque siempre había soñado con ser periodista... Otra cosa muy distinta era que lo consiguiese o no...

El primer año de ciencias de la información, pensé que era posible comerme el mundo, me relajé en los estudios, y al final, me quedaron cuatro para septiembre... Por supuesto también pensaba que sería fácil recuperarlas... pero no resultó como yo creía, y “Pensamiento Político Universal” se convirtió en mi peor pesadilla, a pesar de encontrarla fascinante... La única asignatura que me hizo disfrutar de verdad fue "Redacción Periodística"... y el resto, salvo "Comunicación no verbal" y “Redacción Periodística I", no me aportaron gran cosa...

Fue una época de transición, durante la cual se mantuvieron dos constantes: mis sentimientos hacia Claudia como bote salvavidas frente a la soledad, aunque empezamos a distanciarnos incluso un poco más…. y el comienzo de mi amistad con Esther, el paso a otro nivel no solo epistolar, sino sus invitaciones para que yo fuera  su casa y a su ciudad... No es sencillo mantener una relación epistolar con alguien, y más todavía cuando no logras ubicarte entre las pantanosas aguas de la amistad y el amor...

Logré ser bastante feliz... No me sentía tan solo como antes, la proporción de chicas en el aula era bastante elevada, y conseguí establecer algunas amistades leves y circunstanciales (como casi siempre), pero que me permitían colaborar en grupos de estudio, disfrutar de un relativo anonimato, compartir pellas (ir al CEU no implica que no te fumes alguna clase) y, sobre todo, algunos pinchos de tortilla con mayonesa y una cervecita sin alcohol a la hora del aperitivo... o directamente, un “Martini” blanco...

Dos nombres de mujer surgen con fuerza en aquél periodo: Natalia Vázquez Muro y Ruth López Soler... Dos amigas que no podían ser más dispares entre sí, pero que generaban en mí el mismo interés, porque eran fuertes y seguras de sí mismas, la primera rubia, la segunda morena... Natalia era mucho más conservadora,  Ruth era bastante “cabra loca”, y lo más importante era que yo les caía bien… y formábamos un buen equipo en los dichosos trabajos que los profesores se inventaban siempre en los últimos días del trimestre…

Por supuesto, seguía estando en parte enamorado de mi hermosa Claudia (supongo que es un sentimiento que mantendré mientras viva), pero aprendiendo a diversificar mis afectos, y no conformarme con lo que encontraba en los linderos de la vida... Podría citar otros nombres, pero de todas formas no dejarían de ser otra cosa más que nombres, caras, sueños, sonrisas (y algún que otro desprecio) que se llevó el viento...

También fueron años de fiestas en casas de amigos, y dos en la mía, aunque el resultado fue muy malo: a partir de aquél momento, las únicas fiestas algo locas fueron en el jardín de la casa de mi abuelo, en Canillejas, bajo la forma de barbacoas para dos o tres parejas y un barreño de cervezas “sin”… o bien en nuestra casa de Benalmádena (muchos años más tarde)… Cuando mezclamos nuestros invitados con los de Borja y David, avisamos un par de días antes a la Comisaría, por si acaso alguno de los vecinos protesta… y también a los vecinos más protestones… Casi siempre, después de participar en la primera fiesta, nos hacemos amigos de ellos… Mis cuñados, que son muy sociables y muy liantes, y ser jugadores del “Unicaja” ayuda muchísimo…

Pero recuerdo una de aquellas fiestas de disfraces, que se celebró en casa de Natalia... Esta historia se remonta como poco a la época de los Césares... Tiempos remotos, de la Universidad, en los que todo parecía más sencillo, el futuro era más brillante, y por supuesto, el corazón estaba más libre, y más alocado... Bueno, ahora sigue estando bastante loco, mi corazón, pero se conforma con mi mujer y con mi musa (que no son la misma persona... mi musa ni siquiera existe en el plano real...).

 No tenía muchas ganas de ir a la fiesta que organizaba mi amiga, pues nunca he llevado muy bien el hacer el ridículo, y para mí, disfrazarse es la máxima humillación… Alto, delgado, con capa… ya está: iría de vampiro, con lo que encontrase en la tienda de artículos de broma y el armario ropero de mi padre...

 Lo que más castigo me daba era estar toda la noche acarreando o pendiente de la ropa de recambio... pero lo tenía todo bien preparado. En formato anuncio, sería así: "dientes postizos de vampiro, 100 pesetas; sombra negra para ojeras, 100 pesetas; caber en el esmoquin de tu padre y convertirlo en disfraz de vampiro, para estar toda la noche mordiendo cuellos femeninos, no tiene precio..."

Y allí estaba yo, en la fiesta de Natalia Vázquez Muro, jugueteando tras la barra, mi  compañera de clase, antes de las vacaciones de semana santa del segundo curso de carrera (por cierto, conseguí recuperar las tres asignaturas que me habían quedado), sin conocer a casi nadie, pero con “moderadas” ganas de pasármelo bien...

Era una fiesta muy animada, con un hermoso bufé de comida, varios ambientes (había una maravillosa azotea con césped artificial y zona de hamacas para los “tranquilotes”, y una pista de baile (con su  Dj vocacional), además de una zona cubierta con sillones y sofás), y mucha y buena música... Yo disfrutaba preparando cócteles, sobre todo "Malibú con piña colada", "tequila sunrise", "vodka pasión", y algún que otro invento como "muerte blanca", por lo que después de comer algo, me atrincheré detrás de la barra... Nunca me ha gustado beber, por eso mi límite estaba en dos copas, y el resto de la noche, con zumos... Pero allí estaba yo, un vampiro mordisqueando cuellos femeninos, alguno de sexualidad confusa,  preparando cócteles, pasando un tremendo calor con la capa de mi abuelo y aprovechándome del anonimato… es decir… lo de siempre...

Entonces la vi a ella, sentada, con su hociquito pintado de negro y bigotes a juego, su body negro muy ceñido, sus collares y las botas de tacón, en uno de los sillones de paja, y fumando un cigarrillo mentolado en boquilla larga de carey... No había ningún chico a su lado, lo que no dejó de sorprenderme, pues yo la encontraba muy atractiva...

Abandoné la barra unos minutos, para llevarle un "tequila sunrise" muy suave, lo mismo que el otro "barman vocacional" (iba disfrazado de hombre lobo, y sudaba a mares) le había servido casi una hora antes... Su voz era muy dulce, con un toque de angostura... "¿Es para mí? ¿Cómo sabías lo que deseaba tomar?" En vez de responder, indiqué con un leve gesto su vaso... Por supuesto, era distinto, al estar fuera de la barra, pierdes la ventaja que otorgan las luces indirectas y el manejo de la coctelera... pero tienes que hacer frente al problema de cómo darle conversación a una fascinante gatita... llamada Isabel Ruiz Gómez...

Tuve suerte, todavía lo pienso... Ella terminaba primero de  Periodismo en el CEU, y me la había cruzado unas cuantas veces en las escaleras del centro, pero nunca encontré hasta ese momento la ocasión de hablar con ella... Esa dichosa manía de llegar un pelín tarde a todas partes... Aquella noche fue bastante extraña, no exactamente mágica, pero poco le faltó... La pasé casi entera, hablando con Isabel, hasta la madrugada "del piú e del menno", es decir, de todo y de nada... De libros, sobre todo... de sueños, de perseguir el sol en un coche sin combustible, y de viajes...

Ella también era una viajera empedernida, tanto dentro como fuera de Europa, en la realidad y en su imaginación, y sentíamos la misma fascinación por la cultura maya, los olmecas, los señores del Chilbalba (pero muchos años antes de “Voldemort”)... Era un poco como hablar con alguien que te complementaba, las mismas pasiones, inquietudes, tal vez sueños... Algo, en todo caso, extraño, novedoso e interesante, para un solitario empedernido como yo... que a finales de segundo de carrera no estaba muy a gusto con su cuerpo, aunque mi altura no dejaba de jugar a mi favor…

¿Acaso fue el disfraz de vampiro lo que me ayudó a desinhibirme?¿Conseguí motivar un poquito más a Isabel, con los "Tequila Sunrise" suavecitos?¿Tal vez ella se limitó a aprovechar la ocasión, para hablar conmigo en medio de la relativa intimidad que otorga la multitud? Pasamos media noche detrás de la barra, hablando con ella, con mi gatita loca... quien al final también se animó a preparar algunas copas, cada vez con menos alcohol, para el grupito de incombustibles bebedores que llegó con vida a las cinco de la madrugada...  y la otra media, escondidos en dos enormes sillones de cañizo, que alguien había arrastrado en la terraza, bebiendo zumos de piña y fumando mentolados… y luego “Camel sin filtro”…

También estuvimos bailando, menuda pareja, solo nos interesaban los lentos, quizás porque ninguno sabía bailar: para mis dos pies izquierdos, bastante tenía con aplicarle a cualquier baile el compás "un, dos, tres" del vals... A veces, incluso contaba en voz baja... No pudimos evitar una carcajada, cuando sorprendí a Isabel contando los pasos al mismo tiempo que yo...

Serían las seis de la mañana de un espléndido sábado de primeros de junio en Madrid cuando, habiendo ayudado a Natalia y a su novio a recoger un poco la terraza de su piso, nos bajamos los cuatro a dar un paseo por la ciudad, cuyas calles bostezaban, agotadas por una noche tan larga... El objetivo de nuestra expedición de castigo no podía ser otro que una chocolatería cercana, donde atendieron a un vampiro con mucho sueño y sin un colmillo, una gatita (muy) sexy y femenina, una dominatrix (con taconazos de cuero y corpiño negro... es Sebastián Alameda Hernández, el novio de Natalia) y una geisha sugerente (Natalia, la incitadora)...

A las ocho de la mañana, nos despedimos con un beso de grupo (con achuchón incluido) en la Plaza de Colón... con la promesa de vernos en la facultad... Volví a casa, me encontré con mi madre en la cocina, dos besos, y me fui a la cama...  Unos días después, me descontaron de mi asignación semanal el coste de la tintorería… Isabel y yo nos vimos un par de veces más aquél trimestre, fuimos al cine, a desayunar juntos, coincidimos en algunas fiestas, compartimos un pincho de tortilla y un par de cervecitas, incluso le regalé un libro por su cumpleaños, "Ilusiones", de Richard Bach, nos encontramos un par de veces en varias fiestas (ninguna de disfraces)... Y lentamente, regresamos al anonimato, a los saludos cordiales en la escalera, puesto que a mis veinte años recién cumplidos, yo era "demasiado mayor" para ella, que acababa de cumplir dieciocho... Como se suele decir en estas ocasiones, “fue muy hermoso mientras duró”…

¿Y mis otros amores, los que me importaban de verdad? Claudia y yo seguíamos manteniendo una extraña relación, como los matrimonios ni se aman, ni se quieren, pero siguen como apéndices extracorpóreos del otro... El caudal de amor que sentía por ella se iba dulcificando, ella había conocido un par de chicos interesantes en su facultad

¿Esther? Las cosas no fueron sencillas, nunca lo son, cuando dos personas que han compartido un par de horas optan por convertirse en amigos, y empezar a escribirse... No teníamos nada en común, salvo nuestro cariño por Claudia, y nuestra pasión por el mar y el sol… Gran ternura, pero no amor, ni siquiera me lo llegué a plantear...

 Ella y su familia fueron siempre geniales, maravillosos conmigo desde el primer momento: me abrieron las puertas de su casa dos de las veces que volé a Málaga (ventajas de que mi madre trabajase en “Iberia”), y también me cedieron el cuarto de invitados... aunque pusieran un pestillo en el cuarto de Esther, que yo no dejaba de ser un chicarrón del norte de un metro ochenta (¡por Dios, qué bien suena!), con la extraña manía de viajar con una maleta de libros… y un pequeño ramo de rosas secas, de color azul, para regalárselas a ella, sacándolas de detrás de su oreja… y su hija una cabra loca, bellísima, es cierto, pero cabra…

Allí comí los mejores “huevos estrellados con patatas” de toda mi vida... Esther vino un par de mañanas a despertarme, con un tazón de café recién hecho y con mucho azúcar… algo que dudo mucho que hiciera felices a sus padres, porque en verano no uso pijama, solo un “bóxer” de la “Disney”… Muchas noches, me las pasaba mirando sus fotos, iluminadas por las estrellas fosforescentes en los rincones de su cama… Pero jamás la toqué… Era más una relación de mascotas consentidas y felices que de humanos…
Y con ella viví una de las noches de feria más intensas, más absolutamente alocadas de toda mi vida... Aquellas horas en la calle Larios, comiendo "pescaíto frito", "pijota", "bienmesabe"... y vino fino, tal vez demasiado... Me presentó a sus amigos, pero a la mañana siguiente no recordaba (casi) nada de lo que había hecho, aunque a los diecinueve años, el hígado parece recargable (¡No lo es!)… el corazón inagotable (tampoco lo es…) y además, tenía una resaca monumental, seguro que por culpa del hielo de garrafón…

 En un par de ocasiones, cociné para ellos, y siempre he pensado que Cosme Galán Dueñas (inspector de Hacienda) y Pilar García Prieto (agente de la Policía Nacional) me trataron como un hijo, en todo momento, y no dudaron en abrirme las puertas de su casa, cuando su hija hacía menos de un año que me conocía, y no tenían otras referencias que sus opiniones… Reconozco que a veces puedo resultar un poco intimidante, sobre todo recién levantado y con el pelo por la cara, y esa palidez cadavérica que me persigue hasta que me paso la primera semana al sol… Demasiadas ocasiones mi reflejo a primera hora me hacía recordad a “Eduardo Manos Tijeras”…

 Yo fumaba bastante, pero nunca en casa… procuraba respetar todas las normas (aunque si por mí fuera, me levantaría mucho más tarde) y siempre estaba pendiente de Esther, como si fuera una hermana pequeña… exquisitamente torneada por el mejor alfarero del mundo…

Ambos cambiamos con el paso del tiempo… yo me volví más viejo… y Esther bastante más loca que antes, pero no por mi influencia ni mis encantos o culpa… En la tercera visita, dormí en la casa que compartía con su novio, aunque bien poco recuerdo de aquella última ocasión, compartiendo el sofá del comedor con un tremendo perrazo de color blanco, muy peludo, y con muchísima halitosis... Nunca olvidaré aquella tarde de playa en la “Malaguetta”, riéndonos del calor del sol, por estar vidos, vestidos de negro a pleno sol, con Esther y su amiga Marjolein Van Braam Morris, cuando las invité a merendar, y entre las dos me compraron un mechero "Zippo" americano de siete barras, que todavía conservo... igual que las fotos que nos hicimos haciendo el ganso, subidos en la moto de un amigo (pero montando los tres en ella, y del revés)... o bien a las dos arrancándose por sevillanas… Mientras que yo ponía cara de duro, sin dejar de repetir, a voz en grito “!Arsa!”… Incluso nos lanzaron un par de monedas…

Pero lo más importante de aquél tercer viaje a Málaga... fue conocerla a ella, Yolanda... la mujer que me ha dado la vida... pero que me robó el alma... desde la primera mirada… Y que consiguió lo que en mí era imposible: que me enamorase al mismo tiempo de su cuerpo y de su alma…



7. Maniobras entre sentimientos…

Pensar en Ella, en Claudia Galán García, mi segundo amor (aunque lo de Laura fue mucho más fugaz) me lleva a recordar algunas de las mejores cosas de mi adolescencia... Fue también la primera vez que tenía una amiga de verdad, sin contar los veranos con la pandilla en Canillejas...

 Hay muchísimos tipos de amistad, desde la camaradería al realizar una actividad deportiva, lo que llaman "el “espíritu de cuerpo" si haces la mili, los "colegas" con quienes te tomas unas cervezas cuando te vas de baretos, las bandas, los “fumadores de medio pelo” y “pintores de brocha gorda” cuando se trataba de ayudar a un colega”... Fracasé estrepitosamente: en tres días, estaba enamorado de ella “hasta las trancas”, y así estuve, durante los mejores años de mi estancia en el “Lycée Le Petit Nicolas”, cerrando los ojos a dos verdades fundamentales: la primera, que Claudia nunca estuvo enamorada de mí; y la segunda: que no se puede jugar con los sentimientos de las personas... y la tercera, que siempre fue consciente de mis sentimientos hacia ella… ¿Por qué me enamoré? Quizás… porque solo podía ser ella… quien me robase por segunda vez el alma…

            Quedan, eso sí, las canciones, que escucho en la Harley de camino al trabajo, y muchas de las cuales he compartido con Yolanda… La más importante era “Strangers in the Night”, incluso le quité un par de veces la gabardina a mi padre, en aquellas raras noches de niebla, soñando con cobijarla a mi amparo… pero jamás fui ni siquiera la décima parte de convincente que Frank Sinatra… ni siquiera cuando me callaba…

Luego,  Careless Whisper”, del grupo Wham… La de cuarentones que ahora sonreímos al recordar aquellos sentimientos, aquellos tiempos donde todo, al menos, parecía un poco más sencillo que ahora… solo un poquito…

¿Que si ella me quería...? No… Solamente como amigo, como compañero, pero nada más... Me costó mucho tiempo decidirme a expresar mis sentimientos, porque al margen de ellos, y tal vez incluso por encima, estaba nuestra amistad... Fue una de las primeras veces en mi vida, que escuché esa terrible frase: "Te quiero mucho... pero como amigo...", mas al final, seguimos siendo grandes amigos, hasta que salimos del instituto... Luego… nos separamos…

Es cierto, igual la vida me habría tratado mejor en lo sentimental si, en vez de aferrarme a ella, me hubiera atrevido a sentir más por alguna de las chicas que conocí aquellos años... El esquema era y sigue siendo, en buena parte, el mismo: conozco una adolescente que me gusta, por motivos tan extraños como su sonrisa, su voz, sus manos, su cuerpo, y casi siempre, a través de terceros  porque es cierto que en persona me costaba mucho más lanzarme, pues por aquél entonces era muy tímido... y todavía lo sigo siendo… Son chicas guapas e inteligentes, y sobre todo, que tienen alma y sentimientos... y siempre detecto en ellas algo que me fascina... una sonrisa pícara e incitadora… unos ojos soñadores que guardan secretos… a veces, hoyuelos en las mejillas…

Con un poco de suerte, algunas de ellas se convierten en mis amigas, y aquél sentimiento no se modifica... Al final, tienes un número considerable de buenas amigas, una cantidad menor de las que estás enamorado (nunca más de dos o tres a la vez), jamás te falta alguien en quien pensar, ni una chica con quien estar a gusto… y muchos de tus compañeros de clase te preguntan por "tu secreto"... que no es otro que aparentar inofensivo… y no saber qué demonios hacer con tus largas manos… incluso lo que una de ellas definió como “”mirada de cachorro”…

También influían ataques de romanticismo compartido, películas como “Ghost”, saber escuchar de verdad, mirar a los ojos cuando hablas (y no a los pechos o a las piernas si llevan minifalda…  y si lo haces, que sea de forma recatada), memoria fotográfica para las letras de muchas baladas (y no saber cantarlas más que al oído)… Pero supongo que también influye, siempre, la complexión física: casi un metro ochenta, por fin ensanché de hombros gracias al deporte (iba al gimnasio todos los días desde 1986 para hacer pesas, además de los entrenamientos de yudo) y el típico flequillo canalla, perilla y bigote, que se convirtieron en mi símbolo… Aunque cada mañana, cuando me miraba al espejo para afeitarme, no tenía más remedio que admitir la verdad: tenía tantas amigas, porque me consideraban inofensivo…

Pero tú sigues pensando que tu vida es una canción de Nat King Cole: "triste es mi vida, sin tu cariño/ lloro en silencio, mi desventura... Voy por el mundo cruel de fracaso en fracaso; llamo a la puerta del Cielo que nunca traspaso; rendido y cansado, de tanto sufrir..."
A finales del cuso escolar de 1988, y gracias a Claudia, conocí a Esther... Era un momento especial, en el “Lycée Le Petit Nicolas” celebrábamos la tradicional fiesta o  "kermesse" de fin de curso, que en esta ocasión, también era la despedida de la última promoción de alumnos que habían terminado toda su escolaridad entre aquellas cuatro paredes, techos, patios...

Sería también una de las últimas veces en que vería a Claudia en aquél ambiente, paseando por algunas de las clases y lugares donde fuimos felices... Y cuando teníamos por delante unas horas preciosas para estar juntos, me dice que "ha venido mi prima de Málaga, llamada Esther, que es muy maja, y que si te importa mucho que esté con nosotros..." ¿Y qué le puedo responder? Pues al mismo tiempo que le confirmo que "no, para nada...", me pongo a buscar una cabina telefónica con desesperación (en aquellos tiempos, los móviles eran el privilegio de unos pocos, y yo no estaba entre ellos), rebusco en los bolsillos de los ridículamente estrechos tejanos las escasas monedas, para pedirle a uno de mis compañeros de clase que vivía cerca, David Blas de Otero, que me hiciera el favor de venir a la "kermesse" (cosa que no pensaba hacer), para hacerse cargo de la "primita"...
Lo que yo no podía prever es que Esther Galán Cuevas sería una de las adolescentes más hermosas que había visto en toda mi vida... ni que me quedaría fascinado por ella desde su primera sonrisa tímida (ella era dos años menor que yo)... y me pasaría toda la tarde y un par de horas de la noche tan pendiente de ella... que dejé tirada a Claudia y a mi compañero David, que apenas se soportaban mutuamente, y ambos tardaron mucho tiempo en olvidarlo...

 Esther era y sigue siendo preciosa, con su pelo rubio y rizado, sus pechos pequeños, su talle de avispa, y sus piernas y brazos largos y torneados, una aparición casi angelical... pero con cierto aire de motera… Nos fuimos a dar una vuelta por el “viejo barrio”, dejamos plantada a la otra involuntaria pareja, y nos tomamos unas cañas en el viejo bar, bajo cuya mesa todavía estaban grabadas a navaja mis iniciales y las de Claudia, casi seguro que lo hice fumando uno de mis cigarrillos y bebiendo un café solo y negro… Pero aquella noche, solo deseaba caminar con ella, mirarla, con esa molesta sensación de que puede ser la última vez que estarás con alguien que puede ser muy importante en tu vida… Incluso le dejé mi cazadora de motero (porque su piercing del ombligo se estaba enfriando)… y yo no temblaba casi nada…

 Prometimos escribirnos, aunque yo no estaba muy seguro de que la magia permaneciese intacta en la distancia, ni tampoco la manera en que nos afectaría el poder conocernos mejor... Nuestras cartas se cruzaron en el camino… y nos hicimos amigos… Con el paso de los años…

Claudia y yo perdimos el contacto un año después de salir del Instituto, han pasado casi veinte años desde aquél momento, pero muchas veces, al escuchar algunas de las canciones que compartimos en algún momento ("You make me feel so good" (me haces sentir tan bien), "J´ai perdu la tête" (He perdido la cabeza), "I got you under my skin" (Te tengo bajo la piel) entre otras ), su recuerdo, su mirada y su sonrisa volvían a mi memoria...

Hoy he vuelto a quedar con ella, uno de sus vuelos la trajo hasta mi ciudad, y hemos comido juntos, y la magia permanece: mi reflejo distante en sus ojos aguamarina... y cómo sus largas, finas y pálidas manos acompañaban los movimientos de su cuerpo al hablar...

De repente, el recuerdo de aquél segundo gran amor regresó entre nosotros... aunque nunca estuvo demasiado lejos, desde que la vi apoyada en la barra del restaurante, observándola más como hombre que como mejor amigo, y apreciando cada curva de su cuerpo mientras se daba la vuelta, sonriéndome…  

Tomo sus manos entre las mías... Me siento tan joven de repente, tan inexperto, que incluso me quedo sin voz... como en aquellos tiempos, cuando el mundo era distinto... y nosotros también...

Mientras la risa cristalina de Yolanda nos devuelve a la realidad, al comentar: “¡Qué tierno! Pero si parecéis dos adolescentes ñoños…” Y de repente, estamos de nuevo en la calle Larios, compartiendo unas tapas, y yo le pido a un camarero que nos haga una foto a los tres… Y, por la cuenta que me trae, sonrío, porque estoy entre las dos mujeres más importantes de mi vida… Y sin Claudia, jamás habría conocido a Yolanda…

Y sin Yolanda… jamás me habría atrevido a ser yo mismo…



6. Las chicas malas y las tribus

Antes, cuando yo era joven, siempre decíamos que "las chicas buenas van al cielo, y las chicas malas van a todas partes"... en inglés queda mejor “Good girls go to heaven, bad girls go everywhere”… La frase no era nuestra, correspondía a la canción homónima de "Modern Talking", pero reflejaba nuestra actitud hacia las mujeres en general, las hermanas de nuestros amigos, y nuestras compañeras de clase en particular...

 El “Lycée Le Petit Nicolas” era un instituto de carácter laico y endogámico, puesto que en el sistema francés comenzabas por la enseñanza de asignaturas troncales y comunes, y luego optabas entre ciencias, letras o económicas, para lo que tenías que irte al “Liceo Francés”. Eso, y los traslados de los padres a otros lugares (como sucedió en el caso de Laura) era la mejor posibilidad de cambiar de ambiente y de compañeros... Como yo escogí letras modernas, estuve básicamente con el mismo grupo durante doce años... y solo los últimos cinco me dejaron buenos recuerdos... por mi desarrollo físico, y por estar con Claudia… Es una de las pocas personas con quien sigo manteniendo el contacto, después de tanto tiempo… aunque con el “carapocha” también he localizado a las otras dos personas con quienes me apetece chatear, y que me traen muy buenos recuerdos…

Las mujeres son complicadas con la pubertad, con los cambios hormonales, las modificaciones de su cuerpo y de su mente… Los hombres, sobre todo, nos volvemos gilipollas: con el tema de la pubertad, las hormonas se disparan, igual que las supuestas "proezas" sexuales inexistentes, con un poco de suerte das el estirón de forma contundente, y te sientes distinto...

Ojo, eso no quiere decir que las hormonas lo solucionen todo, que dejes de sentirte distinto (esos cambios de voz), y mucho menos con los putos granitos, pero es cierto que compartes más experiencias con los demás compañeros de clase, aunque sea el interés por las chicas malas... Pero... ¿qué era, en aquellos tiempos, una "chica mala"? Supongo que básicamente, era la que se creaba mala fama o vestía de forma distinta a las demás…

Sobre todo, era una chica como Cloé Rueda Lenoir, la típica morena de piel aceitunada, un par de años mayor que nosotros pero de estatura más pequeña, con un gusto muy desarrollado por las mallas ceñidas, los pañuelos tipo fedayín, y que no se cortaba un pelo a la hora de rodearse de los chicos más peligrosos no solo de la clase, sino del instituto...

Tenía un atractivo muy especial, como todo lo prohibido, nuestro interés disminuyó bastante en cuanto se hizo novia de uno de los pandilleros más peligrosos del instituto… Si bien el carácter de ella era tan decidido que lo enderezó, o eso dice la leyenda blanca… Todavía conservo fotos de aquella época, Cloé sonríe, tumbada en el poyete de una ventana en Granada, mientras que todos la mirábamos; y recuerdo su voz cascada por demasiados cigarrillos; y algunas noches de juerga, con un pedo monumental... aunque esto fue unos cuantos años más tarde…

Si Cloé encarnaba lo prohibido, el peligro, el “mal” y hechizaba nuestras noches; el “bien”, el atractivo de la aparente pureza dentro de un cuerpo escultural era patrimonio exclusivo de Malena Rousseau Sylvain, una chica alta, de cuello de garza, bien proporcionada, de increíble sonrisa y pelo rizado… y posiblemente las piernas más largas y bellamente torneadas de toda mi adolescencia. Como todas las bellezas, solía ir con una chica rubia, menos atractiva, pero que era muy importante en los ensayos y en los alzamientos… pero no recuerdo su nombre…

Era una hermosísima patinadora profesional sobre hielo, a quien vi un par de veces entrenando en la Pista del Real Madrid… y por hacerle caso me pegué uno de los mayores batacazos de toda mi vida, puesto que jamás había patinado así, sin importar lo que yo le hubiera contado al entrar en la pista, y agarrado a la barandilla con la misma agilidad que un abuelito del “Imserso”… sin su andador…

Al menos, me tuvo en su regazo, hasta que recuperé el conocimiento… La encarnación de la belleza, con unos labios casi tan hermosos como los de Yolanda, pero no recuerdo que nadie, jamás, presumiera de haberle dado un beso… Solo estuvo con nosotros dos años, pero todavía la recuerdo…

Con el paso del tiempo, se unieron a nuestra clase un par de chicas "heavys", expertas bebedoras de cerveza, y otra que prefería el vodka... Luego, estaban las chicas más convencionales, como  mi querida Claudia Galán García... y las que pasaban desapercibidas al principio, pero que de repente, con la adolescencia, podían cambiar de manera radical… El patito feo a quien nadie hacía caso en semana santa se había convertido en grácil cisne en septiembre…

Y si además, para la “rentrée” se cambiaban de peinado y de ropa… aquellas minifalda-pantalón, que causaron tantos accidentes en las escaleras... los tops escotados con camisas superpuestas… esos perfumes extraños, que se metían en la memoria... Y las tremendas estupideces que eras capaz de hacer por impresionar a una de aquellas diosas...  algo de lo que  se aprovechaban descaradamente, a la hora de escoger los compañeros para los trabajos “de grupo”, donde comencé a estar mucho más solicitado que los típicos chavales guapos y mazas, pero sin cerebro…

En ese aspecto, las cosas no han cambiado mucho; lo de "cría fama y échate a dormir", incluso el "tiran más dos tetas que dos carretas" siguen siendo dos grandes verdades... Los "chicos malos" o con apariencia de duros se llevaban de calle a las chicas malas (y a muchas de las buenas), desaparecían en ciertos recovecos del instituto durante mucho rato, y guardaban el mayor de los secretos sobre "lo que había pasado"... Aquél era uno de los secretos mejor guardados... hasta que se convertía en la comidilla de la clase... y ni siquiera entonces era una información fiable...

Como decían los ingleses, nosotros estábamos enganchados a la moda americana "hooked on classics": desde los pelos cardados e imposibles a lo John Travolta y Olivia Newton, eran nuestros arcanos modelos a imitar… John, hasta las zapatillas "Converse" (americanas, por favor, y conservando el recorte de la caja) y, por supuesto, los pantalones "Levi´s 501"... y la "chupa" negra de cuero en invierno; mientras que en primavera triunfaban las cazadoras vaqueras más o menos desgastadas... Estas pautas en el vestir eran también válidas para las chicas... con la diferencia de que algunas de ellas te quitaban la respiración cuando se desprendían de las cazadoras... sobre todo cuando estaban de moda los jerseys de cuello vuelto un par de tallas más pequeños, y en ocasiones, las camisetas muy ceñidas, pero sin sujetador…

En mi instituto siempre hubo un número elevado de chicos y chicas de color, hijos de diplomáticos y de empresarios extranjeros, atraídos por el sistema de enseñanza francés... y ellos también evolucionaron en su forma de vestir y de comportarse... La primera vez que uno de ellos se puso a bailar "breakdance", en medio de un corro de admiradores, nos quedamos petrificados... En cierta ocasión, montaron una coreografía sobre el vídeo "Thriller" de Michael Jackson, que habría ganado sin duda alguna cualquier concurso de talentos...

Pero otra de las cosas que recuerdo, de los últimos años, eran las peleas a puñetazo limpio en el patio, o las palizas... Cuando escuchábamos aquellas cuatro palabras, que surgían de un grupo apretado de chicos de color, sabías que algo muy malo estaba pasando: "On veut du sang! On veut du sang!", es decir, "¡Queremos sangre!"... Era aterrador, y ni siquiera Javier Aragoneses López, el coloso de mis primeros años de instituto, hubiera podido hacer nada…

Había numerosos grupos, más o menos flexibles: los "rockabillys", los "moddys", los "heavys", los "pijos", los "empollones", los "skaters", los "macarras", los "siniestros", los "punkis", los "bichos raros"... y cada uno de ellos tenía sus zonas de influencia, sus territorios, tanto en las escaleras del edificio (hasta que prohibieron la estancia de los alumnos en el centro durante los recreos, al producirse algunos pequeños hurtos), como en los bancos de hormigón, los distintos accesos al centro y, desde que fuimos autorizados por los padres a salir, los dos extremos de la calle enfrente del instituto… Nos encantaba mirar a los más pequeños, entre rejas, mientras nosotros nos subíamos encima de las motos, o nos apoyábamos en la pared recién encalada (es curioso, jamás hubo pintadas en nuestra zona), eenlazando un cigarrillo tras otro, muchas veces sin ganas, para sentirnos “mayores” e “importantes”... Yo comencé a fumar a los trece años, y no lo dejé hasta los treinta…

Mas nuestro lugar de esparcimiento  favorito era el parque junto al colegio de monjas... Quizás fuera el encanto, el atractivo de lo prohibido, pero en nuestro grupo de melenudos y de malotes, con la “litrona” en la mano a la una y media de la tarde, y fumando muchos cigarrillos y  muchos porros, pero casi todos (y también alguna chica de nuestro grupo) estábamos fascinados por esas diosas adolescentes, con sus camisas blancas, faldas verdes y azules de estilo escocés que se arremangaban a voluntad, calcetines blancos y zapatos negros de charol…

Era el año 1985, todo era mucho más sencillo… Al principio nos miraban con un poco de asco, yo nunca llevé el pelo largo, como mucho un tremendo flequillo que me tapaba casi media cara (ahora, ni me lo planteo), pero las mismas chicas que en septiembre nos ignoraban… en marzo se sentaban con nosotros en los bancos, la “litrona” también “rulaba” para ellas… y aprendían a decir tacos y palabras de amor en francés…

 Supongo que yo fui pasando por varios grupos: “gafapastas”, "empollones" hasta la rebelión de los trece años; una tendencia "heavy" con ciertos aires de "macarra", que acompañaban muy bien a mi evolución física... Pero al final, terminé formando parte del más exclusivo de todos los clubs, solo para dos personas: Claudia y yo...

Había otras muchas modas, el momento de la uniformidad en cuanto a colores, estilos de ropa y tendencias musicales... ¿Recuerdas los vaqueros elásticos "marca paquete", o las veces en que cogías un par de pantalones recién comprado, y lo sumergías durante varias noches en un cubo de agua con lejía, para que no parecieran "nuevos"? ¿Y el viejo truco de comprarte un vaquero un poco estrecho, y meterte con él en la bañera, pasando allí la tarde y también la noche, para ceñirlo todavía más? ¿Y cuando combinabas varias prendas superiores, por ejemplo camiseta "heavy", camisa de leñador abierta y chaleco de cuero negro o marrón... en pleno mes de enero? ¿O todas las veces en las que te daban una mala noticia, sin importar la que fuera, y te callabas, por eso de "los hombres duros no lloran", mientras que le echabas la culpa al humo?

Basta con ver vídeos de "Alaska y Dinarama", "Loquillo", "Mecano", "Hombres G", "Los Inhumanos", “Duncan Dhu”, “Antonio Flores”, “Gabinete Galigari” y otros muchos... para recordar aquellos tiempos… aquellas modas… la dichosa “movida” de la que todo el mundo hablaba, pero seguíamos haciendo las mismas tonterías… Todos conocíamos algunas canciones, y las berreábamos a pleno pulmón en ciertos garitos de Malasaña, pero las dos más famosas eran “A quién le importa” de “Alaska” (todo un símbolo de rebeldía), “Qué difícil es hacer el amor en un Simca mil” de “Los Inhumanos” (que si la cantan una veintena de presuntos heavys greñudos puede sonar un poco extraña)… y, en momentos nostálgicos y un poco beodos… “Temblando” de “Hombres G” (pero solo al terminar la noche)…

En los últimos años de instituto, se produce una curiosa inversión de roles y edades: del mismo modo que antes nos gustaban las chicas un poco más maduras y sobre todo más desarrolladas que nosotros (y muchas de nuestras profesoras)... luego comprobamos que nos sentimos atraídos por las hermanas pequeñas de nuestros amigos y compañeros de clase... No éramos unos sátiros o unos corruptores de menores, pues éramos más bocazas que otra cosa... Extraña sensación, de todas formas... sobre todo porque es el momento perfecto, durante el cual las chicas empiezan a interesarse por los chicos mayores... y se trata de negociar los límites… aunque nunca olvidas que es la hermana pequeña de tu amigo, y en todo caso, debes pedirle permiso para acercarte a ella…

Unos cuantos chavales hablaron conmigo, antes de que mi hermana María se fuera a estudiar al “Lycée Français”, pero yo confiaba de sobra en su criterio: siempre ha tenido un buen tipo (aunque esté mal decirlo), unos ojos increíbles y las piernas de una modelo, y una melena leonina… Yo estaba tranquilo, porque le había enseñado algunas llaves de Judo y Jiu Jitsu, y ella tenía muy claras sus prioridades… Años después, empezando la Universidad, alguna mañana de domingo nos encontramos en la puerta de la casa de mis padres, mientras que un misterioso motorista se alejaba calle abajo…

Y surgen romances, con diferencias de edad de hasta cinco años, o más... Aprendes a convivir con personas de otras clases sociales, con intereses muy distintos de los tuyos, y con otros miedos... Cuando te das cuenta, ha terminado otra etapa de tu vida, te enfrentas a la selectividad (española y francesa en nuestro caso), y sales por fin de aquél lugar extraño, donde solo los últimos años has sido feliz... del que solo recuerdas con cariño el silencio de la Biblioteca, el peldaño más elevado de la escalera, cerca de la puerta de la azotea, y el segundo banco de hormigón empezando por la derecha… Un par de veces Claudia y yo hemos comido de nuevo en el “Nait”, y visto alguna película en “La Vaguada”, pero ya no era lo mismo… o quizás éramos nosotros, quienes no compartíamos los mismos sueños…

Las chicas malas siguen yendo a todas partes, es cierto... Sigo pensando que mi vida habría resultado mucho más sencilla si ella me hubiera amado, pero eso es algo que no estaba en manos de ninguno de nosotros… Y su contribución más importante es haberme presentado a su prima Esther… puesto que a través de ella conocí a Yolanda… Pero no adelantemos “pequeños detalles sin importancia” en la historia…

5. El año mágico.

Erase una vez... un niño triste... que veía pasar la vida sin demasiado aliciente... Era un niño pequeño para su edad, super tímido, y cuyo mayor refugio, al menos en la escuela/instituto, era la Biblioteca... ¡La de horas que pasé allí, adentrándose en los mundos de tinta! Porque el universo, en general, era demasiado grande para mí... Y también, las cosas que no entendía: los clanes en las aulas, las bandas en el patio, un complejo sistema de castas...

Quizás sea éste el mejor momento para hablaros de mi familia… Mi mayor apoyo, como no pudo ser de otra manera, era mi abuelo, Luis Rodríguez Fernández, y con él se relacionan muchos de los mejores recuerdos de toda mi infancia y adolescencia... desde el sonido de su corazón y de sus pasos, al recorrer conmigo el largo pasillo de madera de nuestra casa, hasta las últimas palabras que le escuché pronunciar, muchos años más tarde, cuando acariciaba el vientre de Yolanda: dijo, muy bajito y despidiéndose, “mi bisnieto”…

Con mi madre, Carmen Rodríguez Pulido no hablaba demasiado, tal vez porque nos veíamos poco, o que no tenía tanta confianza en ella, cosas que pasan... Eso sí, en ella recaían casi todas las tareas de intendencia de la casa, desde contratar una niñera o asistenta, hasta escoger el tipo de ropa, la comida, mil cosas que hace una mujer… pero con el añadido de su trabajo fuera de casa, en una importante compañía aérea…

Con mi padre, Roberto Márquez García, investigador y colaborador en diversos laboratorios en la lucha contra el cáncer, yo me mostraba distante… quizás por el típico enfrentamiento entre “machos alfa”, que no hizo más que derivar en la casi total separación…

Ahora, tantos años después de su muerte, creo que nunca tuvo nada que hacer para ganarse mi afecto, puesto que yo estaba fascinado, hechizado por mi abuelo… y tampoco permití a mi padre acercarse a mi lado…

Ese miedo a amar, a sentir, que solo ha conseguido arrancarme del cuerpo mi Yolanda…

Mi hermana, María Rodríguez Márquez, es dos años menor que yo, ha conseguido uno de sus sueños, al convertirse en una experta arqueóloga, especializada en los yacimientos egipcios del Imperio Medio… Cuando presentó y defendió su tesis (con gran éxito por cierto, y más como broma que por sentido práctico, le regalé un sombrero como el de Indiana Jones y un látigo de cuero)… años después, lo usa a la perfección… y que en una de sus excavaciones encontraría su mayor amor entre los vivos: Alfonso Coronel Blanco… Pero su primer amor siempre fue inalcanzable: el gran Seti 1º, representado en sus años de juventud…

Pero volvamos al año 1983: mi hermana me acompañaba casi siempre, dentro y fuera del colegio… sobre todo en los recreos, que no eran fáciles para ninguno de los dos…

Te adaptas a algunas cosas, incluso puedes considerarlas como algo más o menos normal: alguna persecución a toda velocidad, escapando de los malotes de la clase, alguna colleja o bombardeo de tizas, o que me escogieran siempre el último para un deporte concreto.          Pero yo no tuve un dragón mágico que me defendiera de los ogros que acechaban en las taquillas, ni tampoco me llamaba “Bastián Baltasar Bux” (ahora sí tengo uno, tatuado en la espalda)... Por encima de todo, me sentía inmensamente solo, contra el mundo, y contra todo... hasta contra mí mismo, porque siempre llega un momento en el cual acabas aceptando tu situación… Como amigos verdaderos, recuerdo muy pocos… casi siempre tuve aquellos que podían sacar algo de mí (capacidad de trabajo, concentración, detallista, y saber escuchar)... y pertenecí al club de los “Gafa-pastas” y malos deportistas…

En mis correrías por el centro terminé conociendo algunos de los lugares más tenebrosos, el escondite de ciertas llaves, extraños olores emanando del suelo, y más de una vez me refugiaba en el corazón de la bestia: el lúgubre y pesadísimo plinto del gimnasio, que me hacía sentir seguro, incluso a pesar de la retumbante sala de calderas demasiado cerca... Y los días pasaban, con algo de suerte, sin dejar huella. Pequeño, pacifista, con gafas y muy listo, además de muy solitario…

El único aliciente eran las vacaciones, aunque tras la deserción de Laura, les tuve siempre algo de miedo… Un puñadito de sueños y, siempre y por encima de todo, la esperanza, la certeza, de encontrarla a ella... Siempre he sido un romántico empedernido, capaz de enamorarse de una imagen, de un sueño, de una colonia, de un verso (en eso no he cambiado mucho… pero me han domesticado)...

Mas todo aquello, mi mundo entero, cambió el año mágico... 1983... Es decir, unos meses después de 1982... Y unos meses antes de 1984... Más o menos, cuando los Dinosaurios todavía caminaban por la superficie de la Tierra... o en todo caso, cerca del Diluvio Universal... Y fueron tantos los cambios en mi vida, que no me lo podía creer, al recordarlos, ni siquiera cuando empecé a escribir este “Diario”...

Fue el año de "Karate Kid", película interpretada por Pat Norita y Ralph Macchio, que ha servido de inspiración a tantas otras… Pero yo salí del cine aquella tarde de octubre, repitiendo como un mantra las frases que mejor definían la filosofía de la película: “dar cera, pulir cera”, y el famosísimo “pintar cerca arriba, hai pintar cerca abajo hai”… Y yo tenía ganas de aprender algo nuevo, de formar parte de un grupo, en alguna actividad que le hiciera sentirme bien, y más seguro... Mientras veía la película, me puse a pensar... "¿Y si me pongo a estudiar Karate en un gimnasio?"

Dicho y hecho, me apunté a un "dojo" bastante pequeño llamado “Zaiban”, donde enseñaban Judo y Jiu Jitsu, muy cerca de casa,  y dirigido por Rafael López Amores, y cuna de campeones de judo nacionales e internacionales (y varios olímpicos)  en los años 80 y 90... Allí, poco a poco, y durante cinco años, fui aprendiendo (y olvidando) técnicas de artes marciales, que me permitieron, sobre todo, sentirse más seguro, y no tener tanto miedo... y librarme de un atraco con navaja en el cuello en 1987… aunque ayudó mucho que yo no tenía miedo, y que el también era primerizo…  Nunca he sido un buen “judoka”, pero tenía mucha paciencia aprendiendo, y también enseñando… por lo que muchas veces terminaba haciendo de “sparring” para otros chicos más jóvenes y mucho más preparados… A los dieciocho, coincidiendo con el final del instituto, me puse por última vez el kimono, saludé por última vez al “sensei”, miré por última vez el lugar del cambio. Y plegué el kimono en mi bolsa…todavía lo conservo en un baúl, con otros uniformes más recientes…

Me puse lentillas desde el primer momento, sobre todo por las posibles caídas; cambié un poco la mirada, lo justo; y empecé a perderle el miedo al mundo, sobre todo en el segundo año…Y eso se fue notando, porque yo estaba más seguro de mí mismo, podía esquivar con más facilidad los golpes ocasionales, al margen de coincidir con el típico “estirón” de la adolescencia…
No te tratan igual, si en un verano creces cinco centímetros de golpe, y otro tanto durante el curso, además de que el ejercicio se iba notando en mi cuerpo, los entrenamientos en el “dojo” demostraban su efectividad, igual que algunos paseos por el Retiro, los domingos por la mañana (nunca he sido partidario de correr, si un buen león persiguiéndote… aunque sea un “animatronic”)… Pues entre los trece y los catorce cambié, como solo puede hacerlo un adolescente que necesita hacerlo, para seguir viviendo y encontrar algo de paz… y de amor…

Cuando un cordero se harta de ser devorado, y prefiere convertirse en lobo... los otros lobos descubren de repente que pueden ir tras víctimas más indefensas… Y en aquellos tiempos también comenzaron los primeros conflictos raciales en el centro, la llegada de más estudiantes de color… y las peleas a puñetazos durante los recreos…

El segundo gran cambio de mi vida, lo encontré en el aula, en un banco del instituto, el “Lycée Le Petit Nicolas”)... Una hermosa chica de negra melena y ojos turquesa había repetido curso, y se sentía igual de sola que yo... Quizás era algo que estaba escrito, que teníamos que descubrir que ya no estábamos solos contra el mundo... Fue una amistad fronteriza, en muchas ocasiones muy cerca del amor (demasiado)... al menos para mí... Claudia Galán García… Su nombre todavía me provoca escalofríos, cada vez que nos vemos… y la sigo llevando grabada en mi piel… igual que a Esther y a Yolanda… Una progresión necesaria hacia el amor… (aunque suene algo raro, así fue…)

No creo que ella tuviera que hacer frente a los mismos problemas que yo, si bien era algo perezosa para estudiar … Y solo por el hecho de estar juntos unas horas dentro y fuera del instituto, el mundo era un lugar más agradable para ambos... Atrás han quedado cientos de horas de charla, porque fueron cinco años los que pasamos juntos, muchísimas pellas en clase de latín, para ir al cine en “La Vaguada”, de miradas en medio del aula, diciéndonos mutuamente "¿Nos vemos luego, aprovechando el pase?", muchas citas para comer juntos (y alguna para cenar)… Algunos compañeros de clase pensaron que estábamos "liados"… Pero siempre fuimos “solamente amigos”…

Han pasado ya más de veintisiete años desde aquél encuentro, y todavía sonrío al pensar en ella, en la negra cabellera de Claudia, en lo especial que sigo sintiéndome con una sola de sus miradas acariciantes de sus ojos turquesa, que se volvían de color violeta cuando se enfadaba... También me sigo preguntando por el sabor de sus labios, cuando quedamos para comer... o para dar una vuelta... por Málaga o por Madrid…

El tercer cambio fue a la vez un lugar, y una persona... Fue la primera vez que mi hermana y yo hicimos una acampada larga, y la segunda vez que salía de la tutela familiar… La víspera, la alfombra del hall parecía un puesto del Rastro madrileño, donde todo estaba perfectamente empaquetado y listo para la aventura: desde los calcetines, hasta las mudas, pasando por los platos de aluminio, los cubiertos sin punta ni mucho filo, las tazas de aluminio, y por supuesto, los sacos de dormir y las esterillas, mil repelentes contra mosquitos, pasta y cepillos de dientes de recambio, todo un botiquín… Con tanta ropa que llevábamos, las mochilas eran casi más pesadas que nosotros… Salimos de la Estación de Atocha, con un tren correo nocturno (a todos nos costó bastante dormir, y mi hermana y yo comprobamos demasiado tarde que las almohadas de las literas no eran tan blandas como yo creía), y llegamos a nuestro destino a primera hora… Nos llevaron en autobús hasta el pueblo, y el albergue…

El instituto organizó la estancia de los chavales en un pequeño pueblo de Cantabria, llamado Bárcena Mayor... Era, y seguía siendo la última vez que estuve allí, una hermosa mezcla de casas con anchos muros de piedra, puertas de madera sin desbastar, tejados de pizarra, campos, un río, y personas con la cara marcada por el tiempo... Había una tienda, que estaba en la plaza, donde teníamos una cabina telefónica, y en ella nos aprovisionábamos de todas aquellas cosas, tan necesarias, para un niño: chuches, chuches... y más chuches... aunque algunos intentaban comprar cigarrillos... Era un lugar mágico, que vivía y sigue viviendo fuera del tiempo...

Las actividades eran muchísimas: dibujo, talleres de lectura, de cuenta cuentos, algo de música, y entre los monitores había personajes fascinantes, como un gaitero y sus historias, o un cocinero que inventaba platos increíbles (como los famosos huevos duros con arroz blanco y tomate triturado, que todavía recuerdo), dibujos, aulas de la naturaleza, un par de malabaristas… y un cuentacuentos, trovadores... Lo especial fue también la gente: aunque muchos de ellos pertenecían al “Lycée Le Petit Nicolas” (Claudia no pudo venir, por ser un año mayor), nos juntamos con niños de otros colegios… Se produjo alguna pelea sin importancia la primera tarde, por los lugares donde dormir, surgieron varios romances... y se partieron algunos corazones… pero sin consecuencias… El ambiente era más propenso a la magia y al recuerdo que a cualquier otra cosa…

 Recuerdo tres chicas, que tendrían unos catorce años, a quienes llamábamos “las tres gracias”… aunque viendo ahora de nuevo sus fotos, eran sus miradas lo que las volvían en especiales… parecían no estar muy conformes con su propio universo… algo rebeldes… Casi siempre, es una enfermedad pasajera a la que se llama adolescencia…

Fueron unos días increíbles, llenos sueños y de sensaciones nuevas, pero lo que recuerdo mejor, es la marcha que realizamos durante dos jornadas desde Bárcena Mayor, durmiendo en una ermita abandonada en medio de los campos, y culminando en Cabezón de la Sal, donde nos esperaban dos autobuses de los “Boy Scout” con los que intercambiamos cromos, pegatinas y tabletas de chocolate, y nos dejaron de nuevo en la base… al grito de “!Urbanitas!” (quizás ahora los habríamos llamado “Gormitis”)

Aquella madrugada, en mitad de los campos, no pude dormir: me quedé velando el sueño de los compañeros... bueno, sobre todo de una compañera... a la luz de las llamas de la chimenea... una vez más, tuve ganas de robarle un beso… pero me conformé con rozar su mejilla…

El amanecer, desayunar en marcha con las “raciones de supervivencia”: un tubo de leche condensada, galletas “María”, media tableta de chocolate, y la cantimplora de agua fresca, recién cogida del pilón... La sensación de libertad, de vivir al margen del tiempo... Quizás entonces comprendí que tenía derecho a ser libre… a aprovecharme de los cambios que se habían realizado en mí… y que el cordero se pondría de una vez una piel de lobo apolillada…

El cuarto cambio y sin duda el más importante, fue promovido por una persona fuera de serie: Enrique Salvador Martín (Quique para los amigos), el director del campamento, además de monitor, cuenta-cuentos, y sobre todo, persona cercana y entrañable, que por primera vez al margen de mi abuelo, me hacía sentir bien... Era la primera vez que alguien me trataba como a un niño, con derechos (a soñar, a no tener miedo, a encontrar la felicidad), con libertades… Él me animó a escribir, a perseguir los sueños, a no rendirme... a confiar en mí mismo... Y por encima de todo, me demostró que no estaba solo... que tenía alguien a medio camino entre el padre y el confidente... que siempre estaría a mi lado… aunque fuera en la distancia…

Durante muchos años nos hemos estado escribiendo, cartas que todavía conservo... Una decena de años después, regresé a Bárcena Mayor, repitiendo la misma marcha, en solitario, acampando en la misma ermita desierta (pero bloqueando la puerta desde dentro con un cuchillo de monte)... con un mapa del ejército, una brújula militar, una linterna espantosamente mala, y un gran cargamento de sueños... El silencio, en medio del bosque, el ruido de las hojas que crujían bajo mis pies, el arroyo de aguas cristalinas que dejé a mi derecha en la bajada por el canchal… En todo el camino, me crucé con un rebaño de vacas, algunas ranas, y unos cuantos excursionistas…

 La escena más surrealista fue en la tarde del primer día, cuando me tumbé en medio de un prado, con la cabeza apoyada en la mochila, y con los ojos cerrados… Al cabo de un rato, noté que una sombra pasaba sobre mi cabeza… Abrí los ojos, y pude ver un maravilloso buitre, trazando círculos sobre mí… a poco más de cien metros de altura… Por si acaso, me levanté despacio, que no quería ser la merienda de nadie, y tampoco estaba (tan) cansado… 

En Santander, a la ida, dormí en casa de mi amigo... y en Bárcena Mayor, de milagro, encontré alojamiento en un viejo molino rehabilitado... El Albergue hace muchos años que había cambiado de manos, el pueblo estaba más hermoso y más cuidado que nunca… pero a cada revuelta de la esquina, yo esperaba encontrarme al gaitero de mi infancia, perseguido por una nube de niños…

 Y me extrañaba no divisar en el balcón que daba a la plaza aquellos estandartes rojos, amarillos y azules, el primero solo podía simbolizar el valor… Todavía conservo la medalla de madera, que mi hermana María encontró hace algunos años mientras hacía limpieza, en la que pone “Primer grupo Castores. Año 1983”…

Cuatro cambios, que modificaron mi vida, aunque el cambio físico que comenzó aquél año no se completó hasta 1985... y que hicieron de 1983 al año mágico... Más tarde, hubo años peores, y otros mejores; épocas de intenso dolor y sufrimiento; temporadas de pura felicidad... Es decir, una vida como todas las demás, con sus grises y blancos... y con presencias y ausencias de amor...

            Años después, volví a Santander, con Yolanda, y quedamos de nuevo con Quique, compartimos una ración de “rabas” en “El Gelín”, y luego fuimos a comer a un restaurante de pescadores… que estaba en las afueras… Me hubiera gustado pasar más tiempo juntos, pero el viaje desde Málaga a Oviedo, para conocer la ciudad de mi padre… Un par de días antes, descansamos en un camping cerca del pueblo de Vidiago…
Allí se encuentra la cala de cantos rodados, y las enormes rocas donde nos gustaba sentarnos a ver el mar… y la vertiginosa terraza exterior, donde tantas veces he desayunado, mientras que Yolanda dormía en la tienda de campaña, con los niños; aunque otras muchas veces hemos desayunado los cuatro…
Al principio, ni Borja ni David, que nos acompañaron con sus novias en nuestro primer viaje, eran capaces de entender por qué era un lugar tan especial para nosotros, pero después de pasear por el camino de ronda en los acantilados; de escuchar el nacimiento del día en mitad de la niebla; o de compartir la primera tormenta en las tiendas de campaña, no volvieron a preguntarlo…
Aquél lugar de Asturias, en la tierra de mi padre, simboliza para mí la aventura y la libertad… El mar se asomaba para mirarnos, desafiante, desde la parte inferior de los acantilados, y las noches de galerna, muchas tiendas fueron arrancadas de las laderas… y en ningún otro sitio he escuchado de aquella manera el mar…
Por supuesto, hay recuerdos mejorables, como los doscientos metros lisos y cuesta arriba, ya con mejores linternas, para llegar al cuarto de baño… o las entrañables duchas matutinas, cuando no arrancaba el generador…
Mil pequeñas cosas de la convivencia entre perfectos desconocidos… El recuerdo de aquella chica que se había lastimado un tobillo en la Ruta del Cares, y el cariño de Yolanda con ella, al curarla… El insuperable café mañanero, desde lo alto del acantilado, mirando el mar a cincuenta o cien metros por debajo… con aquella tosta de “pan tumaca”, y los impresionantes “sobaos pasiegos” que hacían en una tahona de Llanes…
Me gustaría poder deciros que Quique vino a nuestra boda… pero no pudo ser, más por falta de tiempo que por cualquier otra cosa… aunque le mandé unas copias de las fotos… y hemos seguido escribiéndonos… Que no en vano yo tengo ahora la edad que va marcando el calendario, y que es más o menos la misma que él tenía cuando nos conocimos… El tiempo no pasa en vano… pero esa es otra historia…