Aquella noche del once de agosto fue la última que doña Clotilde pasó sobre la tierra... Como en casi todos los funerales de personas muy mayores, a no ser que tengan una familia muy grande o hayan realizado una labor muy importante en la vida, muchas de las personas que acudieron a la mañana siguiente ni tan siquiera se conocía. De los siete hermanos, y siendo ella la segunda de menor edad, no quedaba nadie salvo Sebastián, su mellizo, quien a sus setenta y ocho años estaba confinado en una silla de ruedas, y permaneció en la residencia: "Prefiero recordarla más joven...", fue su único comentario... Tampoco pudo venir Marcial desde Nueva York... ¿Los demás asistentes? Un extraño conglomerado de sobrinos nietos, tíos terceros, algún que otro vecino, los dos porteros de la finca... La única nota disonante la puso el pastelero, quien trajo una cajita de lenguas de gato de chocolate, con la petición de que, "si era posible, las metan en la caja..."
Y yo, que había tenido que acudir a primera hora de la mañana, para comprarme zapatos, pantalones de vestir, camisa de duelo y corbata...¿ Mi lugar? Un segundo puesto, detrás de Yolanda... pues no habíamos comentado a nadie nuestra decisión de anoche... y tampoco era el momento más adecuado... Nunca me han gustado los tanatorios, son máquinas de procesamiento industrial de la muerte, sin personalidad, alienantes, para los difuntos sobre todo, y para los familiares... La abuela parecía muy tranquila, los maquilladores habían conseguido que se desprendiese de la lividez adquirida por quienes jamás toman el sol: fue siempre una señora, incluso a mediados de los ochenta, si salía a dar una vuelta, lo hacía protegida por una sombrilla... No sé, igual no estaría muy contenta de tener tan buen color ahora...
Ese cristal, grueso, que separaba más que cualquier otra cosa los dos mundos, la vida y la muerte, tal vez consiga apagar el sonido de las lágrimas, los sollozos, los comentarios como "qué tranquila está...", "parece dormidita...", incluso el esperpéntico "¡pero qué buena pinta tiene!" Yo solo tenía un deseo: que el tiempo pasase rápido, que diera la una y media, para proceder a la incineración... Por espeto, y por mis creencias bastante poco religiosas, me quedé en la puerta de la capilla, mientras efectuaban la ceremonia... Nos hicieron salir a todos de la capilla, cuando se puso en marcha el mecanismo que cerraba las cortinillas y hacía avanzar el ataúd hacia el incinerador... Me acordé de mi amigo Ignatius B. Salmon, y de su teoría según la cual el calor de las llamas y del gas era tan fuerte que provocaba el estallido de la cavidad craneal al hervir el cerebro... Por mucho que intenté estar pendiente, no escuché el "plop"... y en aquél momento, mi mirada se cruzó con la de Borja... y empezamos a reírnos, por lo bajo, de lo que no podía ser otra cosa que una leyenda urbana... ¿Verdad?
Volvimos a casa sobre las tres... varias vecinas se presentaron un momento, para dejarnos algo de comida en la mesa y en la nevera, pero en verdad, nadie tenía demasiada hambre... Creo que todos necesitábamos estar solos con nuestros recuerdos, así que nos fuimos a nuestras habitaciones para cambiarnos de ropa... Yolanda se puso una especie de túnica moruna, las "sandalias Cleopatra" que le regalé hace algún tiempo, y un coletero... Yo había recuperado mis pintillas habituales, con pirata de camuflaje, camiseta heavy y sandalias... Yolanda, como yo, estaba muy unida a su abuelo, y lo peor que podía hacer era quedarse derrumbada, sollozando, contra el quicio de la puerta de su abuela, donde todavía quedaban tantos recuerdos... Por eso, me agaché a su lado, la cogí de las manos y la obligué a recostarse contra mi pecho... ¡Qué poco podía imaginar yo que menos de un año después, ella repetiría conmigo el mismo gesto!
Estuvimos así unos minutos, llorando, abrazados, con sus inmensos ojos hundidos en mi pecho, como buscando mi corazón, y notando todos los exquisitos relieves de sus pechos... y la fuerza de sus latidos... Quizás estuvimos media hora así, luego, la llevé al baño para que se lavase un poco la cara y, cogiendo mi mochila con el equipo estándar (dos botellas de agua medianas, dos paquetes de kleenex, y por supuesto, mi cahimba con mezcla especial, y las gafas de sol), me la llevé de casa... Porque los dos necesitábamos aire libre, el sol sobre la piel, y sobre todo, el aroma a libertad del mar...
Nos fuimos caminando lentamente, en pos de una sombra que se empeñaba en ser a cada minuto más esquiva, trazando nuestra ruta entre las partículas de polvo llevadas por la brisa... Quizás no fuera la mejor idea del mundo, dar un paseo con todo ese calor, pero lo que Yolanda no podía hacer era seguir en casa... Pasamos cerca de mi piso, pues en una ciudad como Málaga, todo está cerca..., sobre todo comparado con Madrid... Y llegamos a la playa, nos quitamos las sandalias, y nos pusimos a caminar, junto a la orilla, dejando que las olas nos lamiesen, perezosas, los pies... Yo siempre estuve enamorado de Yolanda, es cierto... pero jamás tuve tantas ganas de protegerla, abrazarla, besarla, que durante aquél paseo... Y, sin embargo, me limité a caminar a su lado, en silencio, puesto que en el fondo, poco más podía hacer, aparte de unas leves caricias, para que supiera que estaba allí...
Íbamos persiguiendo el sol, yo tenía bastante con estar a su lado, aquél era mi lugar... y lo había sido siempre... Nos sentamos en una de las pocas tumbonas que todavía no habían recogido, se sequé las lágrimas que todavía estaban manando de sus ojos, y entonces, con ternura, con besos, incluso como terapia, la misma que ella utilizaba con sus pacientes, le pedí que me hablase de ella....
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