Nuestro embarazo fue de libro: fuertes nauseas el primer trimestre, antojos quizás un poco más extraños de los habituales en Yolanda (lo de comer patatas fritas caseras, untándolas con helado de frambuesa, era bastante raro... pero las madalenas rellenas de boquerones en vinagre era algo que me superaba... hasta que las probé...), y lo peor fue que en nuestro piso de la calle San Lorenzo no había ascensor, ni tampoco uno de los socorridos "7 eleven", a los que había acudido tantas noches, cuando nos quedábamos sin café o sin cigarrillos en nuestras maratonianas sesiones de estudio en casa de Natalia, en los últimos meses de la carrera.
A partir del cuarto mes, se quitaron las nauseas, sus antojos se centraron en el helado de dulce de leche o de chocolate negro con tropezones, las fresas con nata y el zumo de naranja. Y en cuanto al sexo... aprendimos mucho, sobre masajes, cremitas, posturas, deseo...
Al mudarnos a casa de sus padres después del susto con el desprendimiento parcial de la placenta, y mientras tuvo que guardar reposo, la teníamos entre todos como a las princesas bobas de los cuentos de hadas: todas aquellas cosas que podía desear o necesitar, aparecían por ensalmo sobre la mesa del comedor o en la mesilla. No tenía mucho sentido el buscar otro apartamento en aquellos momentos, cuando lo más seguro Yolanda necesitaría la ayuda de su madre, y yo estaba muy ocupado con el relanzamiento del Hotel Imperial, ultimando los detalles para vincularlo a la "Feria del Automóvil" que se celebraría a mediados de julio.
Yolanda salía de cuentas el veintitrés de mayo, no dejaría de tener gracia que compartiéramos cumpleaños... pero está claro que Luis tenía otros planes... El veintidós de mayo, Borja me llamó al móvil personal: "Ismael, deberías salir hacia el Hospital Parque de San Antonio, porque Yolanda ha roto aguas en el salón de casa... David se ha ido con ella en el taxi... Procura no tardar mucho..." Y eso es lo que hice, anticipando el final de la reunión, pidiendo al Director de Recursos Humanos que siguiera exponiendo nuestro plan de reubicación en otros hoteles de la zona, si fuera necesario cerrar toda una planta para alguno de los eventos...
Pero todo eso dejó de tener importancia, en cuanto me puse el casco, y me subí a mi querida "Harley Davidson Evolution" de 1985... Con ella realicé varios de mis viajes de Madrid a Málaga, cuando me apetecía disfrutar del paisaje e iba sin prisas... A Yolanda también le gustaban aquellos viajes, rumbo al ocaso, con la tienda de campaña pequeña... Aunque ahora, las cosas cambiarían...
No me enteré casi del parto... Me desmayé... Yolanda quería compartir el momento, que subiese fotos al "carapocha", pero no pudo ser... Dejé que una auxiliar me pusiera todo el equipo verde (gafas, incluidas), la bata, los calcetines desechables, mil cosas... Le di un beso, ella me respondió con algo de miedo...
Yo intentaba recordar las (escasas) clases de preparación al parto a las que pude asistir, en casi todas, su hermano David la había acompañado... Igual que ahora, en el quirófano...
Mientras solo fueron gemidos, jadeos, gritos y que me triturase la mano izquierda, estuve a la altura de las circunstancias... Pero cuando el doctor dijo: "Ya está empezando a salir... ¿Quiere verlo? Es ahora o nunca..." Conseguí soltar mi mano de la tenaza de Yolanda, David ocupó mi lugar... y yo me dirigí a la zona menos "noble", para observar la faena...
Es gracioso, cómo te puede impresionar tanto la puerta de la vida, una abertura mágica que conoces tan bien... y sin embargo, durante el parto, es decir, durante los minutos que me quedaban de consciencia, solo vi algo rosa y arrugado, que pugnaba por salir, en medio de una mara de sangre, sedimentos, algo que parecían algas...
Me caí redondo... Y allí me quedé, hasta que entre dos auxiliares me subieron a una silla de ruedas, me pusieron oxígeno, y me aparcaron cerca de Yolanda, para que me triturase a gusto la mano... Parece que aquella era mi única utilidad en el paritorio: servir de obstáculo...
Y me juré a mí mismo que en el próximo parto, mi lugar sería junto a su cabeza, por supuesto, mimándola a los ojos con ternura... pero "¡nunca mais!" en la mitad inferior... Y también es cierto que desde aquél día, cambiaron mis relaciones con David... Porque fue capaz de estar allí, al lado de su hermana, cuando más lo necesitaba... Y mi desmayo, el que tuvieran que ponerme oxígeno, y que me dejasen tirado en la silla de ruedas, creo que en el fondo no fue algo tan extraño...
A las cuatro y media de la tarde, del veintidós de mayo de 1999, nació nuestro primer hijo.... Que se llamaría Luis... A las cinco y diez, ya en la habitación, me lo pusieron en las manos , ya lavado y séquito, entre múltiples parabienes... Mi mayor preocupación era el hacerle daño, que se me cayera, no sé, mil cosas, por lo que solo respiré aliviado cuando lo dejaron sobe el pecho de Yolanda, y sin necesidad de libro de instrucciones, supo lo que tenía que hacer... Verles así, en la habitación abarrotada, aunque Borja y David se encargaron de despejarla un poco después, me hizo sentir... completo...
Aquella noche, me quedé otra vez de guardia... El pequeño Luis dormía en una cunita, a la derecha de su madre, y yo, padeciendo una vez más los rigores del asiento del acompañante (el mismo tipo de diseño en todos ellos, públicos o privados), mas esta vez, estaba preparado para lo que fuera: el típico cojín cervical comprado en el chino de la esquina, otro para las lumbares, con imanes incluidos, zapatillas de andar por casa... Yo estaba pendiente del gotero, aunque las auxiliares entraban cada poco rato en la habitación; una de ellas incluso me animó a coger al bebé en brazos (estaba callado, tranquilo, pero con los ojos muy abiertos), y lo hice... Se acurrucó entre mis brazos, lo tapé bien con la mantita, y nos pusimos a mirar por la ventana...
Serían las cinco menos cuarto, Luis se había quedado dormido en mis brazos, y yo esperaba que viniera la enfermera para ayudarme a acostarle, cuando noté una ráfaga de frío en la espalda... Me dí la vuelta, y allí estaba Fátima, haciendo una visita de cortesía... Por supuesto, a dos de ellos, a mi abuelo y a doña Clotilde, ya los conocía de sobra... los otros dos, supuse quienes eran: mi abuela Pilar, y Agustín, el abuelo de Yolanda...
¿Miedo? No... más bien, una extraña sensación de paz, cuatro espectros sonrientes que acudían al Hospital a ver a su bisnieto, y alguien que había salvado muchas vidas en el nido y en maternidad, aunque solo fuera por cosas que los demás considerarían "casualidades", "intuiciones", la sensación de que "algo iba mal"... Luis se despertó, y aunque no pudiera verlos con claridad, se rió, agitando hacia ellos sus manitas... y ellos... ellos, sonrieron...
En aquél momento, habría dado casi cualquier cosa por escuchar de nuevo la voz de mi abuelo, por hablar con él un solo minuto, abrazarle... Pero me tuve que conformar con notar la gélida caricia de su dedo en mi mejilla... y el olor de su colonia...
A las cinco en punto, cuando entró la auxiliar (Anastasia), solo quedaban, de aquellas visitas espectrales, la sensación de frío, y el levísimo aroma a "Àlvarez Gomez"... El principio y el final de unas vidas, en una habitación de hospital...
Aquella noche, me quedé otra vez de guardia... El pequeño Luis dormía en una cunita, a la derecha de su madre, y yo, padeciendo una vez más los rigores del asiento del acompañante (el mismo tipo de diseño en todos ellos, públicos o privados), mas esta vez, estaba preparado para lo que fuera: el típico cojín cervical comprado en el chino de la esquina, otro para las lumbares, con imanes incluidos, zapatillas de andar por casa... Yo estaba pendiente del gotero, aunque las auxiliares entraban cada poco rato en la habitación; una de ellas incluso me animó a coger al bebé en brazos (estaba callado, tranquilo, pero con los ojos muy abiertos), y lo hice... Se acurrucó entre mis brazos, lo tapé bien con la mantita, y nos pusimos a mirar por la ventana...
Serían las cinco menos cuarto, Luis se había quedado dormido en mis brazos, y yo esperaba que viniera la enfermera para ayudarme a acostarle, cuando noté una ráfaga de frío en la espalda... Me dí la vuelta, y allí estaba Fátima, haciendo una visita de cortesía... Por supuesto, a dos de ellos, a mi abuelo y a doña Clotilde, ya los conocía de sobra... los otros dos, supuse quienes eran: mi abuela Pilar, y Agustín, el abuelo de Yolanda...
¿Miedo? No... más bien, una extraña sensación de paz, cuatro espectros sonrientes que acudían al Hospital a ver a su bisnieto, y alguien que había salvado muchas vidas en el nido y en maternidad, aunque solo fuera por cosas que los demás considerarían "casualidades", "intuiciones", la sensación de que "algo iba mal"... Luis se despertó, y aunque no pudiera verlos con claridad, se rió, agitando hacia ellos sus manitas... y ellos... ellos, sonrieron...
En aquél momento, habría dado casi cualquier cosa por escuchar de nuevo la voz de mi abuelo, por hablar con él un solo minuto, abrazarle... Pero me tuve que conformar con notar la gélida caricia de su dedo en mi mejilla... y el olor de su colonia...
A las cinco en punto, cuando entró la auxiliar (Anastasia), solo quedaban, de aquellas visitas espectrales, la sensación de frío, y el levísimo aroma a "Àlvarez Gomez"... El principio y el final de unas vidas, en una habitación de hospital...
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