domingo, 29 de mayo de 2011

58. POMPA Y CIRCUNSTANCIA

Poco después de las siete de la madrugada llegó mi madre, vestida de negro (por desgracia, no nos faltaba ropa de aquél color desde la muerte de mi abuelo), acompañada por mi hermana... Creo que ninguna de las dos contaba mucho con verme, enfundado en mi mono de cuerpo, y todavía rodilla en tierra, llorando... lo que no impidió que ambas se abalanzaran sobre mí, tal vez buscando mi consuelo o mi amparo... No sé si estuve a la altura de las circunstancias o no, después de viajar tantas horas, sacando el máximo partido de la Harley en aquellos tramos donde no había radares, nada importaba demasiado... No me cambié de ropa, total, no deseaba quedarme más de lo necesario en el tanatorio, aunque había dejado un juego de ropa completo y efectos personales en las alforjas de la moto, que había metido en la habitación.... solo hasta que  se fuera la gente... A las nueve en punto llegó el capellán, ofreciéndonos de modo maquinal la confesión de los pecados, como si fuera un mercader ambulante, pero le ignoramos...

Y fue entonces cuando saqué el libro de la pequeña mochila: era un fragmento del "Libro de los Muertos", traducido al español, y comencé a leer, con aquella voz entonada que le gustaba tanto a Yolanda, los detalles sobre el juicio del alma... No era yo el más adecuado para juzgarle, sino mi madre... Serían las nueve y media de la mañana cuando terminé la lectura del fragmento, y escuché un sollozo desde la puerta... Era Ana María Sentí Mola, la mejor amiga de mi madre, y que nos quería a todos, con locura, pero que siempre había encontrado en mi padre a su alma gemela, su amigo, su mentor... También estaba a su lado su marido, Francisco Sanz Calvo, que no había entendido el significado de las palabras, pero que sabía cuál era su función: apoyar a su mujer, y a sus amigos... Fue un triste, tristísimo, abrazo de grupo...

Luego empezaron a llegar los demás: los antiguos compañeros de trabajo de mi madre, los investigadores del laboratorio, del hospital, amigos  de mi hermana, su novio... Casi me derrumbo cuando la veo entrar a ella, a Claudia, mi segundo amor... ¡Estaba embarazadísima, pero jamás la había visto tan hermosa!... Alguien la había llamado (luego me enteré de que había sido Yolanda, para que no estuviera tan solo...), y allí estaba ella, a mi lado, abrazándome, llorando entre mis brazos... Habíamos puesto un libro de firmas y un tarjetero junto a la vitrina, la música clásica seguía sonando, y el nivel de las conversaciones era el habitual...

A mediodía, nos informaron del inminente traslado al cementerio de La Almudena, donde tendría lugar la incineración... Pasé un momento al baño, me quité el mono y me lavé lo mejor que pude, antes de ponerme un vaquero negro y un jersey de cuello vuelto negro, y guardé el resto en las alforjas... Entré en el coche fúnebre con mi madre, mi hermana y su novio, cuyo nombre no logro recordar, el trayecto fue corto, igual que la homilía, que fue pronunciada sin interés por un sacerdote que ni siquiera conocía ni le importaba un bledo ni mi padre, ni mi familia, por lo que no pude evitar llamarle "¡Fariseo!" cuando nos daba el pésame en la puerta, y nos decía que la mañana siguiente nos entregarían las cenizas, para ser enterradas... Después de dejar en casa a la familia, volví al tanatorio con el coche de duelo, que de todas formas tenía otros clientes, y recogí la moto, para volver a casa de mi madre...


Es amargo volver a casa, cuando sientes que tu verdadero hogar se encuentra a casi seiscientos kilómetros de distancia (le había pedido a Yolanda y a su familia que no vinieran, pues tenía miedo de que surgieran problemas o reproches), y que ya nada te une a aquellas mujeres... Estaba agotado... Mi hermana me trajo un juego de toallas, y me di una larga y reparadora ducha, en el cuarto de baño azul, que siempre compartía con mi padre; luego, me cambié de muda, comimos un plato de pasta, y me fui a la cama... era el antiguo cuarto del abuelo, puesto que el viejo cuarto de mi hermana por fin lo había incorporado mi madre al comedor... pero todos sabemos que la muerte deja mucho espacio libre en una casa... Aunque ya había llamado a Yolanda varias veces (la primera de ellas, un mensaje cuando llegué al tanatorio), hablé con ella una vez más... Lo necesitaba, recordarla, escuchar su voz, porque era el único hilo de cordura que me unía al mundo real...

Tras dos horas de siesta, me lavé de nuevo la cara, y comenzamos a cribar la vida de mi padre... Empezamos por el dormitorio... La ropa, salvo algunas corbatas, la gabardina y dos cazadoras, fue toda para el Asilo de las Hermanitas de los Pobres... Aparecieron muchos paquetes de tabaco y mecheros;  yo me quedé con el "Dupont" de oro (que no funciona), otro reloj... No sé, no lo recuerdo: según mi madre iba dándome las cosas, yo las guardaba en una caja de zapatos, que no he vuelto a abrir... El despacho fue muy amargo: romper las fichas de todos los pacientes que atendía en casa, para no saturar el centro de investigación con seguimientos dos días  a la semana, y comenzar la criba de libros... Yo solo quería los catálogos de las exposiciones "Las Edades del Hombre", el resto de la colección de Tom Clancy (muchos de ellos los había comprado yo), y de otros autores parecidos, como Ken Follet, Robert Harris... y los fui metiendo en cajas. Una empresa de mensajería se ocuparía de llevarlos a Málaga... Los libros de medicina, en principio, se donarían más adelante a la Facultad, salvo los de Gregorio Marañón y de Sigmund Freud, que le apasionaban, y mi madre quería conservar... A la mañana siguiente, el lunes veintiséis después del entierro de la urna, tenía una cita con Almudena Suárez del Árbol, su ayudante y secretaria... Llamé a "Pizza Hut", pero creo que ninguno de los tres tenía mucha hambre...

A las nueve de la mañana, el coche de duelo nos recogió en la puerta, era Bautista, el mismo chófer la víspera... Estábamos solos,mi hermana, su novio, mi madre, Bautista y yo, además de los enterradores, que ya habían abierto la fosa... A mi padre no le pusimos bandera alguna, pero igual le habría gustado la de Asturias, porque él se definía siempre como "Asturiano, mal cristiano, loco y vano"... Se me hizo muy extraño tenerle entre mis manos... mi madre lloraba, mi hermana también... pero yo no podía, no era el momento ni el lugar... Lo depositaron en la fosa, de la que emanaba ese peculiar hedor a cosas muertas y tierra descompuesta que me hacía pensar en Stephen King... y nos fuimos, no sin antes darle una propina a los empleados, y otra a Bautista, cuando nos dejó en casa... Yo me cambié de ropa, cogí la moto, y me fui al Centro de Investigación Oncológica. Allí me esperaba Almudena Suàrez del Árbol, la ayudante de mi padre: una mujer atractiva, en la cincuentena, que olía a "Opium". Me llevó a su despacho, un lugar aséptico, de paredes blancas, en el que destacaban sus títulos y menciones honoríficas, que metimos en una caja, igual que el segundo tomo de "Harry Potter", y dos o tres fotos de la familia, incluyendo la que le mandé con Yolanda y Luis... También me dio un "pen drive", con diversos documentos que había sacado esta mañana del ordenador, y que por ser personales, serían destruidos... "Si le pide la contraseña para alguno de ellos, ya la sabe..."
"¿Ya la sé? No me parece muy factible...", le respondí, quizás un poco molesto...
"Él siempre ponía la misma, desde hace dos años... Ismaelyyolanda...", me respondió con un poco de tristeza...

Me despedí de ella con un firme apretón de manos y un beso en la mejilla, sujeté la caja con un par de pulpos a las alforjas, y volví a casa de mi madre, a la hora de comer, dejando la caja sobre la mesa del comedor, aunque por alguna razón me quedé con el "pen drive", que metí en uno de los bolsillos del mono de cuero... Bajamos los cuatro a un restaurante cercano, invité yo, luego subimos a casa, la típica conversación sobre "lo bueno que era el muerto...", me despedí de todos ellos, y emprendí el camino de vuelta a casa, con el rugido de mi moto, la fuerte vibración entre las piernas, y la sensación de libertad... Tardé algo más que a la ida, descansé para repostar un par de veces, y a las once de la noche ya estaba de vuelta en nuestra casa, viendo el futuro en los ojos de mi hijo... y el presente, en los de Yolanda...

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