Mi segunda jornada de estancia en el hospital fue mucho más tranquila que la primera, pues ya no tenía tanto miedo de perderla, aunque mi aprensión hacia todo lo que tuviera que ver con los hospitales gozaba de perfecta salud... Nos dimos un beso, cargado de eternidad y de esperanza... Yolanda tenía mucha mejor cara que la víspera, le habían quitado las bolsas de sangre y plasma, y solo le estaban poniendo solución salina y algunos antibióticos. El monitor fetal confirmaba que no había grandes problemas, y ella se adormeció después de la cena... Yo estaba instalado en el sillón de las visitas, releyendo, a la luz de una farola, uno de los primeros libros que le recomendé: "El Principito", de Antoine de Saint Exupéry... Tenia sueño, es cierto, pero no me parecía bien dormirme en la habitación: me levanté del incómodo asiento, con un ruido de succión tan fuerte queme pareció imposible no despertarla, y me puse a pasear sin rumbo fijo por los pasillos del hospital...
Una extraña claridad salía por debajo de una puerta de madera, sobre la que destacaba una sencilla cruz... Y, por primera vez en muchísimos años, entré en una capilla, sin motivos culturales o festivos... Había unas cuantas velas encendidas, de las de toda la vida, pequeñitas, con una base metálica y una mecha encerada... Incluso sabiendo que no tenía sentido, encendí dos: una por doña Clotilde, y otra por Yolanda... Allí, no había ruidos, ni gente, ni vida, y me adormecí... y soñé... No creo que fueran más de veinte minutos, el típico "carnero" (como los llama mi hermana), pero fue más que suficiente... Regresé a la habitación, Yolanda estaba dormida... Besé su frente, y seguí con la lectura, hasta que venció el sueño... entraron varias enfermeras a la habitación, para comprobar el nivel de los sueros... Una de aquellas veces, sentí un intenso frío, pero no tuve miedo: allí estaba Fátima, con su pijama anticuado, flotando a varios centímetros del suelo... Al percibir mi mirada, se dio la vuelta, y me sonrió, mientras me decía, muy bajito: "Todo ha salido bien..."
Nunca es fácil volver a casa de tus padres, aunque sea por una temporada, cuando llevas tanto tiempo viviendo con tu pareja... más que nada, por esa dichosa costumbre que tienen algunas personas de meterse en tu vida... Pero, de cualquier manera, seguía siendo lo mejor para Yolanda... y para nuestro bebé... Un taxi nos esperaba en la puerta del Hospital el día once de marzo de 1999 al domicilio familiar en la calle Jacinto Verdaguer. Catalina se encargó de ayudarme a recoger toda la ropa y enseres de la habitación, además de entregar a la supervisora de la planta unas cajas de bombones, para agradecer el buen trato recibido... Es increíble la cantidad de ropa que se puede acumular en dos días de estancia... y lo que cuesta recogerla... Como no había dormido gran cosa aquella noche, le dejé a Borja que llevase mi "Harley Davidson"... creo que en aquél momento, me gané su amistad incondicional...
Dos de la tarde: ya hemos terminado de acomodarnos en las habitaciones cedidas... Sí, he dicho "habitaciones", porque una vez más, estábamos durmiendo en camas distintas... Esta vez, la culpa no fue de sus padres, de su concepto de la moral o la decencia... si no de preservar en lo posible a Yolanda de cualquier peligro o golpe accidental... incluso yo sé que muchas veces, doy coces cuando duermo... Comimos todos juntos, Yolanda seguía con la silla de ruedas, porque no era bueno que se pusiera a caminar enseguida... lo que para ella, un culo de mal asiento como yo, no dejaba de ser una tortura. Según el doctor Pedraza, a partir del domingo catorce podría levantarse, pero mientras tanto, se había convertido en la versión femenina de "Ironside", aunque ella hacía el papel de Raymond Burr... Aquella tarde, con la necesidad de descansar como era debido, optamos por aplazar hasta la mañana siguiente el ir a nuestro pisito a recoger aquellas cosas necesarias, como los portátiles y la impresora, y no serían mucho más allá de las once de la noche cuando, después de haber dejado a Yolanda en su cama de soltero, me fui a dormir al antiguo cuarto de doña Clotilde, que se había convertido en la estancia para los invitados...
Serían las dos o las tres de la madrugada, cuando una ráfaga de frío, y sobre todo, una débil voz, me despertaron... "Ismael... Despierta, Ismael, te necesito..." Abrí los ojos, y allí estaba ella, doña Clotilde, sentada en la silla, sobre mi ropa... "¿Doña Clotilde?¿Qué hace usted aquí, en mitad de la noche?" "Esperarte, hijo mío, porque solo tú puedes verme...", me respondió... "Necesito que me hagas un favor... Tengo pendiente una cuenta con mi hermano Sebastián, desde hace más de sesenta años, y por eso, sigo aquí...Nunca pensé que él le daría tanta importancia...", me dijo... "¿Qué puedo hacer por ti, Clotilde?", le pregunté, conteniendo a duras penas los escalofríos que recorrían todo mi cuerpo... "En la parte superior de mi armario ropero, justo en la esquina derecha, encontrarás un sobre cerrado... Dentro, hay tres cromos de la colección "La Perla Negra", de la editorial Barsal, de 1930... Necesito que se los des lo antes posible: se los quité en una rabieta... Y ahora, descansa, duermete de nuevo..." Y eso es lo que hice...
A la mañana siguiente, con más dudas que otra cosa, arrimé la silla a la esquina izquierda del armario, apartando tres o cuatro telarañas y algo de polvo, y allí estaba: el viejo sobre, con los cromos... Sin entender muy bien la importancia del hallazgo, y tras una buena ducha y un cambio de ropa de lo más necesario, me fui de la casa... Era increíble, la sensación de montar otra vez en mi moto, y desplazarme hacia las afueras, donde se encontraba la residencia de ancianos "El Renacer" (curioso nombre para un sitio como aquél)... Quizás me esperaba un viejecito arrugado como una pasa, sentado en una silla de ruedas como mi abuelo en los últimos meses; o un señor gordito, en zapatillas, y leyendo el periódico..
Pero no... Sebastián era un coloso, casi un metro ochenta, con la espalda y los brazos de un labriego. Con su sombrero de paja, la camisa blanca y los pantalones de pana oscuros, calzado con alpargatas, estaba cavando un pequeño huerto, "para estar entretenido"... Me sorprendió la gran fuerza de su mano... ¿Cómo le explicaba yo a aquél coloso, con sus ochenta años muy bien llevados, que su hermana me había encargado, desde la tumba, una última misión? No le dije nada, me presenté: "Hola, soy Ismael, el marido de su nieta, y vengo a traerle una cosa...", y le entregué el sobre, todavía algo polvoriento... No sentamos en un banco, a la sombra de un manzano, y abrió el sobre... "Siempre he sabido que los tenía ella... Muchas gracias por traerlos..." Le acompañé a su habitación, con la cama, una mesita, una silla, varios libros (entre otros, una curiosa edición de "El Quijote" de Avellaneda), y del primer cajón sacó un viejo álbum de cromos... que completó con los tres que faltaban... No me acompañó a la puerta, pero sí me dio un fuerte abrazo... Aquél domingo catorce de marzo, volví a casa de mis suegros con la satisfacción del deber cumplido...
Nunca más he visto de nuevo a doña Clotilde...
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